Capítulo VII

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El recuerdo de esa terrible tarde de cumpleaños en la casa de los Iero había quedado atrás hace mucho, así como la emoción por aquel primer “Te amo” que poco a poco se iba quedando aplastado por una montaña de muchos “Te amo” más. Frank parecía interesado en desgastar la frase, y más de una vez me pregunté qué tanto había estado esperando a aquella primera vez para comenzar a repetirlo sin parar.

Me gustaba su parloteo, me gustaba que me exigiera un “te amo” de regreso para que quedara feliz, ya que los “yo también” eran equivalente a nada para él. Casi diez meses de relación y podía decir con seguridad que cada uno de sus te amo eran sinceros, y los míos también.

Desde entonces no habíamos regresado a la casa de mis suegros, pero más de una vez la señora Iero se pasó al apartamento para ayudarnos con la lavandería y prepararnos comida realmente deliciosa. Le gustaba quedarse a charlar, le gustaba ver mis dibujos, le gustaba hacer preguntas incómodas acerca de mi vida y la relación con mis padres, ¿Pero cómo decirle que desde el día en que le dije que me había matriculado en otra universidad que no hablaba con ella?

Tenía miedo de llamarla o de ir a visitarla. Mamá jamás había sido alguien fácil de llevar y mucho menos cuando estaba molesta… la sola idea de pensar en decirle que estaba estudiando arte y viviendo con un hombre, amando a un hombre me erizaba la piel.

Pero tendría que hacerlo algún día.

Aunque esperaba que fuera uno bastante lejano.

— Amor… tercera vez que te pregunto, ¿Le pusiste sal a eso? —la voz de Frank me trajo de vuelta, parpadeé varias veces y me giré hacia él que cortaba un calabacín a unos centímetros a la derecha en la pequeña cocina de su apartamento.

Bajé la mirada a mi sartén con cebollas cortadas en trocitos y demás especias, no recordaba así que me encogí de hombros y subí la cuchara a mis labios, me quejé al instante al quemarme y luego, con una mueca de disgusto negué.

— ¿No tenía sal? —preguntó Frank, conteniendo una carcajada, yo lo miré fingiendo enojo aunque también reía.

Recordando las medidas que él usaba al cocinar le agregué sal y luego revolví un poco más, antes de volver a probarla soplé y luego lo miré sonriente, ahora sí sabía bien. Frank asintió y se acercó con la tabla de picar, echó dentro los trocitos de calabacín y me arrebató la cuchara de la mano para tomar mi trabajo.

— En el congelador hay una pechuga de pollo, pícala en trocitos —ordenó mirándome por sobre su hombro.

Asentí una vez, apuntando con mis dos índices hacia el congelador, sonreí al verle una vez más. Los fines de semana eran los más esperados por mí, no había clases ni trabajo, sólo éramos nosotros dos, en pijama todo el día, cocinando para nosotros, amándonos dónde quisiéramos.  Y seguía sintiéndome igual de afortunado que el primer día al verlo junto a mí.

— ¿Qué miras? —preguntó girándose levemente a mirarme, con las mejillas levemente sonrosadas ante mi intrusión, sonreí enternecido y negué un par de veces, abriendo la puerta del congelador y sacando la bolsa con el pollo.

Esa era una de las cosas que me gustaban de él, era un tipo asombroso en todo lo que hacía, un maldito salvaje en el sexo y solía alzar la voz a menudo cuando se enojaba. Pero seguía sonrojándose con cosas simples, porque era Frank. Frank era así.

— ¿Qué miras? —escuché una vez más y alcé la mirada, ahora era él quien me observaba de ese modo, opté por dejar la bolsa sobre la encimera, sequé mis manos y me acerqué a él, abrazándolo por la cintura y pegando mis labios a un costado de su mejilla.

60 segundos ・ frerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora