La sirenita "Capitulo 11"

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Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas.

A la joven sirena le parecía aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos.

Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos hombres; ella misma tenía que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los hombres del barco.

Buscaba especialmente al príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre.

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