Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la superficie del mar.
A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas.¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.
Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos.
De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes.