- Ven, hermanita -dijeron las demás princesas, y pasando cada una el brazo en torno a los hombros de la otra, subieron en larga hilera a la superficie del mar, en el punto donde sabían que se levantaba el palacio del príncipe.
Estaba construido de una piedra brillante, de color amarillo claro, con grandes escaleras de mármol, una de las cuales bajaba hasta el mismo mar. Magníficas cúpulas doradas se elevaban por encima del tejado, y entre las columnas que rodeaban el edificio había estatuas de mármol que parecían tener vida.
A través de los nítidos cristales de las altas ventanas podían contemplarse los hermosísimos salones adornados con preciosos tapices y cortinas de seda, y con grandes cuadros en las paredes; una delicia para los ojos.
En el salón mayor, situado en el centro, murmuraba un grato surtidor, cuyos chorros subían a gran altura hacia la cúpula de cristales, a través de la cual la luz del sol llegaba al agua y a las hermosas plantas que crecían en la enorme pila.
Desde que supo dónde residía el príncipe, se dirigía allí muchas tardes y muchas noches, acercándose a tierra mucho más de lo que hubiera osado cualquiera de sus hermanas; incluso se atrevía a remontar el canal que corría por debajo de la soberbia terraza levantada sobre el agua. Se sentaba allí y se quedaba contemplando a su amado, el cual creía encontrarse solo bajo la clara luz de la luna.