21. Cerrar el obturador y abrir el diafragma, para dar paso a la luz

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—Mamá —la llamo, una vez entro a la casa.

Silencio.

—Papá —vocifero aún más fuerte—. ¿Hay alguien en casa?

Nada.

Suspiro, dejando los zapatos junto a mi cartera en el perchero al lado de la puerta. Esto me pasa por no llamar antes de venir; cuando en realidad nunca dejo de hacerlo.

Creo que este embarazo está acabando con mi personalidad.

¿Éste es el momento donde explico que he renunciado a mi trabajo?

Luego de que mi corazón se hiciera añicos al detallar lo que ocurría frente a mí, no me fui corriendo como haría cualquier chica con el corazón roto. Faltaría menos. Mi reacción fue espectacularmente inesperada; no sé si darle las gracias a mi pistacho o a la fuerza de voluntad que día a día forjé durante veintinueve años. Muy posiblemente debo sentirme agradecida a mi estricta auto-educación; sin embargo, estoy bien lejos de la realidad.

Me siento como la mierda.

Luego de que Lucca Danielle me hiciera la pregunta; tardé solo cinco segundos, para guardar en mi cartera el eco, y también para darme cuenta que el hombre ni siquiera pudo enfocar sus ojos en mí persona; sí, me miraba, pero no me veía realmente. Las mujeres no paraban de babearlo. Así que tomó todo de mí, tragarme la bilis y caminar hacia él, el repiqueteo de mis tacones armonizaban los latidos de mi corazón. Cuando estuve frente a él, la pestilencia a alcohol invadió todo mi ser, hasta el punto de casi preocuparme para que mi pistacho lo haya sentido.

Murmuré una disculpa interna a mi pequeño, por tener un padre un poco extraño y sobre todo, por presenciar lo que iba a hacer ahora.

Alcé mi mano derecha hasta su rostro, fulminándolo con la mirada. Da tanta tristeza ahogo un gemido —malditas hormonas—, y cuando posé mi mano en su mejilla, sólo durante una fracción de segundo, me reconoció apoyándose en la palma.

Las mujeres comenzaron a reír y a besarse entre ellas; supongo que creen que me uniré a su fiesta, no lamento decepcionarlas. Cuando la mano del tatuado busca mi espalda y bajar a mi trasero, alargo la mano hacia su oreja y de un fuerte tirón lo bajo al piso, sometiéndolo.

Por supuesto que es fácil, porque cuando una persona se encuentra dopada, así como lo está él, es fácil ceder el control de tu cuerpo.

—¿Qué mier...—se queja, haciendo una mueca de dolor, mientras lo llevo arrastras hacia el estudio.

Dejé atrás a unas mujeres partidas de risa, magreándose en el piso. Ni cuenta se dieron que me lleve al modelo por la oreja —tampoco es que me importa—.

Gracias a los ángeles, también a mi rabia —que me hace más fuerte—, y al arquitecto de éste edificio que no hizo los pasillos muy lejanos, pude llegar al cabo de unos minutos. Caminé con decisión con él prácticamente gateando y balbuceando improperios e incoherencias. Sin poder detenerse a sobar su oreja, porque perdería el equilibrio, y esta vez, no iba a ser para nada cuidadosa.

Antes de entrar al sanitario, perdió el equilibrio tan fuerte, que su pecho golpeó el piso, sólo escuché el gemido que salió de su garganta. Aproveché de dejar el bolso en algún lugar.

—Levántate —ordeno.

Pero no funcionó.

Maldije en silencio, cuadrándome frente a él, tomando una fuerte bocanada de aire y agachándome para voltearlo de cara al techo. Mi mandíbula apretada unas enormes ganas reprimidas de golpearlo yo misma hasta desfigurar su hermoso rostro. Sin camisa, con los vaqueros desabrochados, pude ver a su izquierda, donde antes estaba un pequeño espacio limpio, ahora un nuevo tatuaje. Uno que hace espejo al mío.

Focus [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora