Desgaste.

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Cada día se le hacía más aburrido y sin sentido.

Cuando despertaba, tras haber dormido a penas un par de horas, sentía el frío en sus pies descalzos al entrar en contacto con el suelo.

Caminaba hasta el baño, donde evitaba mirarse al espejo para no romper en llanto, o arruinar su día desde tan temprana hora.
Se lavaba los dientes, lavaba su cara, y volvía hacia la habitación.

A veces le gustaba dormir. Sentía que desaparecía por unos momentos.
Sin embargo, pocas veces podía hacerlo. El insomnio no se lo permitía.
En lugar de dormir, algo la obligaba a pasar noches enteras recordando y arrepintiéndose de todos los errores cometidos.
Así de cruel era con ella misma.

Se vestía con ropas de lo más sencillas. Con colores no muy vivos o llamativos, a decir verdad.
Se ponía aquellas zapatillas que estaban más que desgastadas.
Es curioso, el tiempo causa ese mismo desgaste tanto en objetos, como en personas.

Salía de casa, con una fina y cómoda chaqueta, a pesar del considerable frío que hacía aquellos días.
No solía caminar en la mañana, pero el día había sido adornado con una espesa niebla que ciertamente le gustaba.
Le agradaba la sensación húmeda del frío vapor sobre su rostro. Como así mismo le gustaba el silencio que se escuchaba en la mañana por aquel barrio tan solitario y poco transitado en el que ella vivía.

Vivía a las afueras del pequeño pueblo. Justo al lado de las vías del tren.
En la madrugada, siempre escuchaba aquel ruidoso sonido característico de los trenes al pasar.

Caminó unos cinco minutos, entre aquella densa capa de niebla que le causaba una paz interior indescriptible. Llegó hacia una zona aún más vacía y desconocida para mucha gente. Daba entrada a los carriles del tren, hasta donde ella llegó y se adentró sin prisa alguna.
Para esto, tuvo que saltar una pequeña valla, no muy difícil de atravesar.

Una vez dentro, caminó un par de pasos, hasta encontrar la roca en la que siempre se sentaba.
Parecía estar esperándola.

Una vez allí, se paró a pensar. A sentir.

El frío estaba comenzando a hacer daño a sus manos. Y a las heridas que había en estas. Las cuales habían adquirido un tono morado. Similar al que tenían los moratones de sus piernas.

Al estar sentada allí, sus rodillas se flexionaban, dejando ver a través de los agujeros de su pantalón, un moratón de tamaño considerable. Reciente.
Llevó su mano hacia él, rozándolo con sus dedos.

De repente se recordó a sí misma la noche anterior, golpeándose las rodillas con ambos puños. Con los ojos llenos de lágrimas, y con a penas fuerzas de proporcionar aquellos golpes.
Le costaba respirar, cohibida por la rabia, y la pena.
Apretaba sus dientes entre sí, y soltaba algún que otro grito en ocasiones, ahogado en su fiel almohada, incapaz de contenerse.

Su mano dolía, debido a la fuerza que había emitido en aquellos golpes.

Se veía a sí misma nuevamente en aquella situación, y se avergonzaba. Se sentía ridícula, patética.
Pero no había nada que pudiese hacer al respecto.

Mientras mantenía su mirada fija en aquel hematoma, causado por ella misma, una pequeña gota cayó sobre este.
Había comenzado a llorar de forma silenciosa. Su labio inferior temblaba.
Al igual que sus piernas lo habían hecho la noche pasada, causando que cayese al suelo, desplomada sobre sus rodillas. Las cuales más tarde habían sido castigadas con multitud de golpes.

Un sollozo se escapó de sus labios.

De lejos, escuchó una vibración. La cual se iba aproximando poco a poco.
El tren estaba a punto de pasar justo frente a ella, a escasos metros de su pequeño y débil cuerpo.

Se levantó de su asiento.
Su respiración comenzaba a agitarse, volviéndose más fuerte e intranquila.

Apretó sus puños.
Tomó aire, y justo en el momento en que el tren pasaba frente a sus ojos, dejó salir toda su rabia contenida. Gritó.
Gritó como nunca lo había hecho, con una fuerza que ni ella imaginaba tener.

En su cabeza sólo se escuchaba el ruidoso tren, junto con un débil pitido.

Continúo gritando varios segundos, hasta que su voz no dio más de sí.
El tren siguió su curso unos instantes más. Unos instantes llenos de ruido, en los cuales ella escuchó el fuerte e inquieto latido de su corazón. Su respiración seguía notablemente agitada, pero se calmaba por momentos.

Tragó saliva, cerrando los ojos después.
Escuchó así, cómo el tren se alejaba, dejando nuevamente que reinara el silencio.
Las lágrimas no dejaban de caer por sus ojos, resbalando por sus mejillas.
Pero ahora todo estaba en silencio.

Sentía que había soltado mil años de impotencia en aquellos escasos segundos.
Pero también sentía que le faltaba algo.

Se sentía vacía.

Completamente vacía.

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