Prólogo

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     —¡No puede ser! ¡No puede ser! —gritaba Ámbar saltando de la cama, a suelo firme, como un resorte. Los cinco minutos que se había dado por capricho con su pereza no tardarían en pasarle factura.

    Corrió hacia el armario. Removió este como quien busca un artículo interesante en plenas rebajas. Acabó eligiendo un conjunto sin pararse a pensar demasiado en si combinaba a la perfección. Se vistió tirón aquí, tirón allá torpemente. ¡Qué razón tenía su madre cuando mencionaba la frase: «Vísteme despacio que tengo prisa». Ahora que caía en la cuenta de su significado, entendía por qué lo decía en momento como esos.


    Pasó fugaz por el cuarto de baño. Hizo poco más que asearse adecuadamente para, luego, pincelarse un maquillaje rápido que borrase toda huella de cansancio. Porque, claro, en su empleo, no podía aparecer con extrañas pintas estando ce cara al público. Duraría en su empleo, lo que un caramelo a las puertas de un colegio.

    Salió hacia la cocina. Una bola de pelusa blanca le salió al paso. Casi la hizo trastabillar.

    —¡No me olvido de ti! No te preocupes, precioso —le habló, acuclillándose para acariciarlo. Él emitió un maullido ronco, aunque animado, adjuntando un ronroneo—. Ven. Sígueme, cariño —dijo ella y este la siguió. Era un animalillo inteligente. Eso solía decir su dueña.


    Buscó una de las latitas que le compraba al minino. Le llenó con ella el cuenco. Cambió el agua del otro cuenco a agua más limpia. El felino, desmayado de hambre, se echó sobre él como si no hubiera comido durante décadas.

    —Eres un glotón. ¿Lo sabías? —lo regañó con dulzura acariciándole nuevamente el lomo. Él maulló con la boca llena—. Ni siquiera paras para hablarme. ¡Ay, Misha! Misha .

    Se irguió recordándose las prisas. Se preparó el café. Mientras la cafetera tomaba temperatura, se fue comiendo un bollo de una bolsa que había sacado de uno de los armarios de la cocina. Se sirvió. Fue soplando la taza porque este ardía como el mismísimo infierno. Necesitaba enfriarlo pronto. Sintió cómo el minino se restregó por sus piernas ronroneando. Agachó la cabeza para hablarle.

    —Si cuando digo que eres un glotón —lo regañó alargando la mirada hacia su cuenco de comida. Lo había dejado limpio en nada.


    Se movió deprisa colocándose la chaqueta de camino, atrapando el bolso que había preparado la noche anterior con su contenido y la bolsa donde llevaba el uniforme de trabajo, y sacó las llaves del pequeño recipiente de cristal donde las colocaba, en el recibido. Misha insistió con sus maullidos.

    —Cielo, a mamá se le hace tarde. Ya jugaremos más tarde. ¿Sí? Venga. Ve y acuéstate en tu camita —le ordenó, y salió de casa.

    Echó un ojo a su reloj. De seguro, la señora Mathew ya habría levantado la persiana dispuesta a abrir en nada su negocio. Mientras, estaría reponiendo los estantes. No podía dejarla hacerlo sola. Ni en compañía de Abie. Abie... Esa arpía iba a echarle en cara que hubiera llegado tarde. Podía visualizar claramente su cara de borrica desdentada, bramando como si estuviera en un puesto de verdura, en un mercadillo callejero.

    Como era de imaginar, Abie se le había adelantado. Había estacionado su coche al lado del de ella. ¡Genial! En nada empezaría el espectáculo. Ella; su rival. Aquella con la que se llevaba como el perro y el gato.

    Accedió a la tienda.

    —Buenos días —saludó.

    —Buenos días, Ámbar —saludó la señora Mathew con una sonrisa—. ¿Hay mucho tráfico?

    —Algo así.

    —¡Algo así como que se le han pegado las sábanas! —intervino Abie desde donde estaba metiéndose en la conversación.

    Ámbar la fulminó con la mirada.

    —¡Qué sabrás tú! —escupió después airada.

    —Aquí se viene motivado para trabajar. Si vas a inclinarte por la vagueza, mejor  te quedas en casa —la regañó como si fuera ella la dueña del negocio.

     La señora Mathew levantó una mano.

    —Vale, chicas. Hay trabajo. Y, Abie, es mi trabajo regañarla. ¿Sí?

    —Usted es tan buena que no regañaría a nadie.

    —Ese es mi propio asunto. —Miró a Ámbar—. De acuerdo, chica. Ve a cambiarte y regresa. No tardaremos en abrir al público. —Señaló hacia una pila de cajas—. Y todavía queda todo eso por colocar.

    —Claro. Voy —obedeció.

    Le dedicó otra mirada agria a Abie que la observaba con una ira incontenible. Como no se relajara, iba a estallarle la vena inflada de su cuello.


    Se dirigió a la trastienda. Se cambió de ropa. Seguía furiosa con la intromisión de Abie. ¿Qué le importaba a ella lo que hiciera? ¿Cuál era su problema? ¡Que era idiota! Y tendría que saberlo de sobra. Suspiró pensando que le urgía que llegara el fin de semana. Recordó que la bendita de Daria, su mejor amiga, había conseguido entradas para el concierto de los Electrocuted. Seth, el cantante, era su ídolo. Ese chico no era humano. Era tan hermoso que podría pertenecer a la raza de los semidioses del Olimpo mismo. Se llevó la mano a la boca tapándola en cuanto se le escapó una risilla nerviosa. Miró a un lado y a otro sintiéndose traviesa. Se había ruborizado. Era como si hubiera vuelto a la época de su adolescencia. ¡Ya quisiera estar situada en la primera fila! Y que este se agachase, tomase su mano y le cantase solo a ella. Se abofeteó suavemente rogando despertarse del ensimismamiento. Tenía que parar. Estaba en el trabajo.

    —¿Vas a quedarte ahí dentro eternamente vagueando, o vas a salir a hacer tu trabajo, Ámbar? —chilló Abie al otro lado de la puerta. La muy idiota la seguía controlando. ¡Pero qué humos de grandeza! Y qué mujer más insoportable.

    —¡Cierra el pico! Que ya salgo —gritó a pleno pulmón con unas ganas tremendas de atizarle en todos los morros y que guardase silencio. Pero en parte tenía razón. Además de llegar tarde, se estaba retrasando en su cambio de ropa. Y se negaba a decepcionar nuevamente a la señora Mathew. Que tuviese un gran corazón no significaba que se tuviera que aprovechar de ella.

    «Nada de violencia, Ámbar. No atices a Abie si está fuera cuando abras». No sería por ganas.

    Suspiró nuevamente. Ya le gustaría ser una de esas personas afortunadas con una cuenta corriente llena. Mientras fuera una ciudadana de clase media tendría que currárselo. Y mucho. Las facturas no se pagaban solas. El alquiler del apartamento, tampoco.


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Las notas de tu guitarra -Edición 2023-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora