Prefacio

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Había una vez, en un gran bosque encantado una hermosa hada que se encargaba de gobernar. Aunque su aspecto era el más bello de todos, la reina era vanidosa y malvada. Su corazón se había vuelto tan soberbio que ya no quedaba en él ni un poco de bondad ni amor.

Cierto día, en un reino cercano, los reyes fueron bendecidos con una hermosa hija. La alegría del rey era tanta que de inmediato quiso celebrar su nacimiento dando una esplendorosa fiesta, invitando incluso a todos los reinos vecinos y sus monarcas.

Sin embargo, como todos temían a la cruel y malvada reina de las hadas, los reyes decidieron pasarla por alto y solo invitaron a doce hadas de su corte que eran muy allegadas a ellos.

La fiesta fue realmente majestuosa y al terminar el gran banquete las doce hadas amigas de los reyes, se acercaron a la cuna de la recién nacida para cada una dotarla de hermosas virtudes.

La última hada esperó paciente su turno y cuando su compañera regresó a su lado se acercó a la cuna donde yacía la recién nacida. Miró con cariño las mejillas regordetas de la bebé, levantó la varita en el aire, preparándose para dar su bendición.

De pronto las puertas del palacio se abrieron de par en par con gran estruendo, dejando entrar una helada ráfaga de aire que apagó las fuentes de luz en el lugar, quedando el palacio sumergido en un lóbrego entorno. Los invitados se sobresaltaron y trataron de ocultarse, asustados.

Frente a todos estaba la imponente presencia de la reina Fairy. Miraba hacia los reyes, indignada por la osadía de no invitarla a tan importante fiesta. Con una brutal calma en sus pisadas se fue abriendo camino entre la multitud sin apartar sus férreos ojos violetas, llenos de resentimiento, de los anfitriones.

—Lamento tan violenta llegada, pero creo que nunca recibí la invitación a este importante banquete —dijo, deteniéndose ante ellos.

La reina miró a su esposo, preocupada. El rey dio un paso hacia el frente, reuniendo valor con cada fibra de su cuerpo.

—Lo siento, su majestad. Me temo que no la hemos invitado.

Fairy encaró una ceja y lanzó una carcajada que heló la sangre de quien la escuchó.

—¡Oh, qué situación tan incómoda! En realidad esperaba que se tratara de un malentendido, no tener en cuenta a la mismísima reina..., pero sí a su chusma.

Dio un vistazo directo a las hadas que se trataban de esconder en uno de los rincones, lejos de su fiera mirada. La monarca sonrió y se paseó divertida frente a ellas, causando su pánico. Todos se encogían deseando apartarse de su presencia. Fairy lo sabía, le satisfacía sentirse tan temida.

Regresó ante el rey con una sonrisa burlona danzando por sus carnosos labios.

—No se preocupe, su majestad, me retiraré para que puedan seguir disfrutando de tan esplendorosa fiesta... —Sus ojos se posaron sobre la cuna posicionada en medio de ambos tronos y se acercó a ella para contemplar a la criatura que dormía en su interior—. No sin antes darle un obsequio a la recién nacida. Es de mala educación presentarse a una fiesta sin un regalo y yo he preparado uno muy especial.

—Qué amable es usted, majestad, pero... —comenzó a decir la Reina preocupada tratando de ir hacia su hija.

El hada levantó un brazo hacia ella para mandarla a callar y mantenerla apartada, sin despegar ni un momento la vista de la bebé.

—Al cumplir los quince años la princesa se pinchará el dedo con una rueca y entonces debe caer muerta —sentenció Fairy dejando salir una maliciosa sonrisa y soltando sobre la pequeña un polvo de brillante color violeta que la hizo estornudar apenas lo inhaló.

—¡Nooo! —exclamó la madre lanzándose con desesperación sobre su hija para intentar protegerla de aquel terrible destino.

—¡Guardias! —llamó el Rey alterado, para que sus hombres trataran de detener al hada.

Pero nadie se atrevía a acercarse a ella. En un instante, Fairy se había desvanecido en el aire, dejando en su lugar una columna de humo de su característico tono violeta.

Habiendo pasado el peligro la Monarca se acercó al hada que faltaba por dar su regalo.

—Por favor, revierte el hechizo de la reina —suplicó entre sollozos. La sola idea de pensar en la muerte de su hija, tan pequeña e indefensa, la llenaba de gran angustia.

—Lo siento, mi magia no es lo suficientemente poderosa como para revertirlo, aunque sí puedo modificarlo.

Se acercó a la niña y con voz dulce comenzó a decir:

—La princesita no caerá muerta, sino profundamente dormida hasta que un acto sincero de amor la despierte.

Apesar de esta esperanza que le dio el hada, los reyes se apresuraron a tomar las medidas necesarias para salvar a su hija, así que mandaron a quemar todas las ruecas del reino mientras que daban a la reina Fairy exquisitos regalos, esperando que cambiara de parecer y revirtiera el hechizo puesto sobre su pequeña.

En uno de esos maravillosos regalos llegó un hermoso espejo forjado a mano, con los mejores materiales de todos los reinos y que además era mágico. Tenía el poder de verlo todo así como contestar a toda pregunta hecha de la manera más honesta.

La reina pronto estableció una rutina, consultándolo todos los días para que le dijera quién era la más hermosa de todos los reinos y siempre el espejo respondía que no existía joven que igualara la belleza de la misma reina. Lo cual engrandecía su soberbia.

Un día como cualquier otro la reina se puso delante del maravilloso espejo y después de comprobar su inmaculado aspecto preguntó:

—Espejito de oro, espejito de cristal.
Dime de los reinos, ¿quién es la más hermosa?

—Tu belleza es indudable, reina mía, pero en el reino cercano ha nacido hoy una hermosa princesa que supera a su majestad con una piel tan blanca como la más prístina de las nevadas, unos labios rojos cual rubíes, ojos tan azules que opacarían hasta el más brillante de los zafiros y cabellos tan rubios como el oro más limpio y puro que hay. Esa niña es quién se convertirá en la más hermosa de todas —predijo el espejo.

El hermoso rostro de la reina se desfiguró de la ira y la envidia. ¿Cómo se atrevía una mocosa a superarla en belleza? Se desharía de ella como fuera con tal de seguir siendo la más hermosa de todos los reinos. Así que sin perder tiempo mandó a traerla.

La noticia no tardó en llegar a los reyes, los padres de la niña. Habiendo presenciado lo hecho con la princesa del reino vecino, empezaron a buscar con desesperación alguna manera de proteger a su hija.

Finalmente un hada buena y bondadosa ofreció una solución.

—Hay que ocultarla de la reina —explicó el hada—. Puedo sugerir una torre donde la vista del espejo mágico no pueda llegar a alcanzarla.

—Y, ¿cómo lo haremos? —preguntó la reina angustiada, mirando a su preciosa hija que reposaba entre sus brazos.

El rey rodeó a ambas con un brazo, para transmitirle a su esposa que él las cuidaba y que haría lo necesario por su seguridad.

—Yo puedo hechizar la torre para que la reina Fairy jamás la encuentre y mientras la bebé permanezca dentro de sus muros estará a salvo —continuó el hada.

—Usted..., ¿cree que de verdad funcione?

El hada asintió con la cabeza.

—Me temo que hay que tomar medidas drásticas para proteger a la pequeña.

Los reyes aceptaron y de inmediato mandaron a crear la alta construcción en medio del bosque. El hada procedió a escudar la torre con magia para que la malvada reina nunca encontrara a la niña, a la que le habían puesto por nombre Snowzel.

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