다섯

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Jeon Wonwoo era un idiota. Oh, sí, vaya que lo era.

El azabache gruñó y dejó caer su cabeza contra su escritorio, sobre las hojas apiladas de bosquejos fallidos.  Su trabajo le gustaba, pero se sentía tan frustrado consigo mismo que ya deseaba finalizar el día en la oficina y esconderse bajo sus cobijas hasta que amaneciera –una vez más.

Y si conseguía algún programa tonto para entretenerse, sería mucho mejor; pues realmente no deseaba pensar en el millón de razones por las que podía ser considerado un idiota.

Suspiró y cogió uno de sus lápices de dibujo entre los dedos, jugando con este mientras recostaba su mentón en la otra mano. Miró el diseño de la casa de descanso para adultos mayores, un proyecto que su jefe le confió que solo él podría hacer –aunque Wonwoo ya empezaba a dudarlo. Todo en el bosquejo estaba mal e incluso siendo capaz de admitirlo, no sabía cómo arreglarlo.

Arrugó la hoja con sus dos manos y la lanzó hacia atrás, sin la más mínima intención de recoger ese basurero después. Cerró los ojos y se imaginó el lugar  en su mente, para luego dejar que su mano viajara por todo el papel, creando una especie de patio para que los adultos mayores disfrutaran.

No supo qué estaba haciendo hasta que decidió mirar más detenidamente su trabajo, y quiso llorar por el increíble bloqueo –que al parecer tenía hasta nombre y apellido –que le impedía hacer algo. Aunque sí dibujó, no era precisamente lo que esperaba, o lo que debía haber hecho; en su lugar plasmó la vacía calle y el cielo estrellado de la noche en que Mingyu le declaró su amor. Si él no fuera tan idiota, se habría permitido admirar su obra.

Porque, por millonésima vez luego de dos semanas, Wonwoo seguía confirmando que era un completo idiota.

La alarma de su teléfono sonó, por fin avisándole que ya había terminado su día de trabajo y él –en un tiempo récord –recogió sus cosas y salió del edificio. Quería hablar, desahogarse con alguien, pero hablar con Jeonghan y Jisoo sobre ese tema le parecía extraño, y Yebin seguía ausente de su vida. Se sentía solo, y estaba casi seguro de que pronto también perdería a Mingyu de su vida.

Y es que él no se entendía ni a sí mismo. Cuando el moreno se confesó, Wonwoo se sintió extraño, como si su propio cuerpo estuviera rebelándose contra todo aquello que él ya conocía. Asustado, permitió que el silencio contestara –ya que él realmente no sabía qué decir –y el camino de vuelta a Seúl fue bastante incómodo y extraño. Durante esa semana que siguió él prácticamente ignoró la presencia del menor, hasta en la terapia siguiente, cuando pudo notar el gesto de dolor en el rostro de Mingyu cuando él lo esquivó al irse.

Esa tarde supo que huir no era la respuesta, pero no conocía otras opciones. El martes siguiente se acercó al menor, fingiendo como si su declaración jamás hubiese sucedido y fue incluso peor; Mingyu parecía ofendido por ello y ni siquiera aceptó su invitación por un helado para esperar a Yangmi.

Pero, ¿qué más podía hacer? El moreno le era un misterio que no era capaz de resolver. Lo admiraba, le gustaba escucharlo y se descubría mirándolo muy a menudo, aunque esos eran pequeños detalles que no servían más que para confundir al azabache. ¡Acababa de divorciarse, maldita sea!

Y, sin embargo, no podía dejar de reproducir ese momento en su mente con la ilusión de una tonta adolescente. Eso le aterraba.

Se detuvo frente al local y soltó una risa amarga, sintiéndose aún más traicionado por su cuerpo: estaba frente al restaurante de Mingyu, que tenía por nombre "Rosa Azul". El moreno le había explicado que, apenas dos años atrás cuando abrió su local, Yangmi solo sabía decir el color azul y a él le pareció un lindo juego de palabras para un nombre; así que su restaurante era más de la niña que de él.

Sinsentidos • MEANIE •Donde viven las historias. Descúbrelo ahora