Eclipse Lunar

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La cena de los Santamaría fue más silenciosa de lo normal. La ausencia de Gonzalo se hizo sentir en la casa. Leticia ubicó a Maia a su lado para ayudarla a comer, mas Israel al ver el espacio vacío, a su izquierda, le pidió a su esposa que le quitara las férulas a su hija.

Para Maia fue un placer recobrar la libertad. Las muñecas no le dolían como el día anterior, probablemente se debía a que sus nervios medios se encontraban muy desinflamados, aún así tenía que esperar un par de días más para valerse por sí misma, justo los que Gonzalo estaría fuera de casa.

Su madre la acompañó al cuarto, ayudándola con el pijama. Tomó el libro de Ackley del escritorio, preguntándole si quería que le leyera un poco, pero Maia se negó.

El diario de Ackley era un secreto que pocos podían conocer en su Clan, solo la Primogénita y los escogidos por ella podían leerlo. Ignis Fatuus le guardaba tan celosamente que ni siquiera se le permitió a los descendientes de Elyo acercarse a él.

Finalmente, Leticia dejó el libro sobre el escritorio, le dio un beso en la frente a su hija y salió de su habitación. Maia se arrastró hasta el borde de la cama, muy cerca de su mesita de noche, colocó los pies en el suelo y tomó el reloj de pulsera que reposaba al lado de la lámpara. Al rozarla con los dedos no pudo evitar pensar en Gonzalo, su primo siempre le preguntaba cuál era el motivo de tener una lámpara de lectura en su dormitorio. Sonrió.

En cuanto dio con su reloj, se concentró en sentir la hora, tanteando con las yemas de los dedos las agujas. Faltaban diez minutos para las nueve. Se levantó de la cama, acercando el oído a la puerta. El ligero sonido de los zapatos de Leticia al chocar contra el suelo se perdía en las escaleras. Su madre había subido. Comenzó a caminar de un lado a otro. ¡Esos diez minutos estaban resultando eternos!

Con algo de dificultad llegó al puff. Estaba tan emocionada que había olvidado por completo la ubicación de los muebles de su habitación. Allí sentada, intentó serenarse. No quería ni pensar en el regaño que le darían si llegaban a descubrirlos, además de los problemas que le suscitaría a Aidan si sus padres le denunciaban en la Coetum.

—Amina —susurraron en su habitación.

El aroma a playa invadió todo el lugar.

—Enciende la luz —le respondió en el mismo tono.

Aidan buscó a los lados de la puerta, dando con el apagador. Cuando volvió su vista a la habitación, la encontró de pie, al lado del puff, con una franela verde limón y detalles en amarillo y anaranjado, y un pantalón de algodón largo de rayas verticales blancas, verdes, amarillas y anaranjadas. 

Su cabello suelto se colaba entre sus hombros, su rostro angelical brillaba con un aura especial. Su sola presencia le extasiaba al punto de bajar la caja con los dulces. Así, tan sencilla, le parecía mucho más hermosa y genuina.

—¿Estás bien? —preguntó temerosa.

Él no respondió, solo caminó hacia ella, con una sonrisa eterna en su rostro. Realmente ella podía quitarle el aliento y mantenerlo con vida con su sola presencia.

Extendió su mano derecha, rozando suavemente su mejilla, Maia sonrió aliviada, recostando su rostro en la palma de su mano, mientra el Sello de Ardere comenzaba a irradiar su calor sobre su piel.

—¡Simplemente, eres hermosa! —le confesó acercando su frente a la de ella—. Tienes mi corazón en tu poder. —Le besó la frente—. Todavía me pregunto cómo pude haber creído que estaba enamorado de Irina. Mi abuelo tenía razón, no era más que una ilusión.

—¡Aodh!

—¡Te quiero Amina y mucho, muchísimo! —Le besó suavemente, sintiendo el suspiro de la chica—. He traído los dulces.

El Corazón de la Luna |EN EDICIÓN|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora