Se enfrentó al espejo y vio, desde la superficie de sus ojos azules hasta lo más profundo de su ser, todo lo que siempre odió, lo que nunca quiso ser, recordando cómo inició la cruel búsqueda.
—¿Qué es una familia? —había preguntado el niño más pequeño de los dos que estaban acostados sobre la grama, admirando el fulgor del sol en lo más alto de un cielo despejado que hacía juego con sus ojos.
—Es un conjunto de personas que comparten lazos sanguíneos —respondió el chico a su lado, sus ojos negros y vacíos veían al mundo como si lo conociese perfectamente y no pudiera sorprenderlo, como si hubiese perdido las esperanzas.
—¿Crees que tú y yo podamos ser familia, ser hermanos? —inquirió el niño con inocencia, con la ilusión de experimentar lo que es tener un hermano mayor.
—No por sangre, al menos.
—Me gustaría que fueras mi hermano, Leo.
—Si ambos nos consideramos hermanos, creo que también es una forma de serlo —explicó, indiferente, encogiéndose de los hombros.
—Entonces serás mi hermano —dijo el chico de ojos azules, brillantes, habiéndose sentado, su sonrisa chimuela llena de regocijo, miraba a Leonardo fijamente, esperando que él lo aceptara como hermano. Se conocen desde hace tres años, cuando Leonardo tenía seis y él cuatro. Desde entonces se dedicaron a ser compañeros de aventura y Carlos creía que era tiempo para que su relación aumentara el nivel.
Leonardo soltó un suspiro cansado, se paró y limpió los pantalones con dibujos de héroes que le había comprado su madre creyendo que se vería lindo y que él odiaba. Miró al cielo, el viento veraniego despeinaba su cabello oscuro.
—Entonces serás mi hermano —repitió Leonardo, estirando su mano para ayudar a Carlos a levantarse. Este, sin pensarlo dos veces, emocionado, tomó la mano de su hermano.
Pasaron diez años, y su amistad y confianza no hicieron más que crecer y estrecharse haciéndolos casi verdaderos hermanos, hasta que un accidente estremeció a Leonardo, quebrando todo a su alrededor.
—Leo —divagó Carlos con un tono suave, sosteniendo el anillo que colgaba de su cuello. Era el símbolo que ambos llevaban consigo representando su hermandad. De trasfondo se escuchaba la campana de la iglesia, una muerte se velaba bajo las grises nubes que advertían una lluvia compasiva que serviría para ocultar las lágrimas derramadas frente al ataúd. El sacerdote recitaba palabras sobre la libertad del alma en El Reino De Los Cielos bajo el manto divino del Señor con un tono afligido, como si conociera de toda la vida a la persona que yacía a sus pies dentro de la caja de madera y le doliera su deceso, con el consuelo de que estará en buenas manos arriba, en el otro mundo.
—Dime. —Leonardo respondió al llamado con tono apagado, mirando el epitafio de la lápida bajo el nombre de Marta García, su madre, asesinada dentro de su casa con un cuchillo de cocina mientras dormía. Nadie había visto al culpable y la policía y no tenía pistas qué seguir.«No existe el final», rezaba el epitafio.
—Lo siento.
Leo se retiró del cementerio con pasos firmes, la frente en alto. No permitiría que su madre lo viera desde el más allá apenado por su muerte o llorando mientras lamentaba su pérdida. Ella lo había criado para que fuese un hombre autosuficiente que pudiera vivir tras su partida, y ahora que creía estar preparado para enfrentarse la vida solo, Dios le hubiese arrancado a su madre, no porque ya había cumplido su cometido y no tenía más planes para ella, sino para demostrarle que no estaba listo para nada, que aún era un niño que necesitaba esconderse bajo las faldas de su madre. «Dios es cruel», pensaba al alejarse de la tumba de su madre.
Carlos lo persiguió, Marta había sido una especie de segunda madre, la amaba tanto a la suya propia, pero a él nadie lo había preparado para enfrentar su muerte. Caminaba tras Leonardo con lágrimas nublando su vista. Leo se detuvo súbitamente, mirando al cielo con odio, pensando en desafiar a Dios por la vida de la mujer que era velada, ofreciendo cualquier cosa a cambio con tal de poder abrazar a su madre de nuevo. Sus uñas se hundieron con tanta fuerza en sus palmas que un hilo de sangre resbaló hacia sus nudillos y goteó indiferentemente sobre las hojas marchitas cuando no recibió respuesta.
Carlos se detuvo detrás de Leo, mirándolo con tristeza, sintiendo que si para él era dolorosa la pérdida de tan buena persona, para Leo debía ser mucho peor. Buscaba palabras de aliento para su hermano cuando éste cortó sus pensamientos con un murmullo.
—Has sido un gran hermano hasta ahora. Has estado tanto tiempo con nosotros que te convertiste en un miembro más de la familia. El segundo hijo que ella no tuvo, pero no tienes nada qué lamentar, no tuviste la culpa de nada. —Su tono de voz era cada vez más sombrío, como si hubiese descubierto en la lejanía del horizonte gris, que había nacido para un único y oscuro propósito dictado por el mismo Dios que le había despojado del amor maternal—. De hecho, ya no es necesario que te preocupes por mí tampoco. —Hizo una pausa, agónica para un Carlos que no comprendía nada de lo que Leo le estaba diciendo—. No podemos seguir juntos. Mi tío me llevará con él y me pagará la universidad, así que tengo que esforzarme para compensarle. No tendré tiempo para ti. Desde este momento dejamos de ser hermanos.
El rechazo que había en las palabras de Leonardo, a pesar de que sabía, eran dictadas por el dolor de haber perdido a su madre, a Carlos le despedazó el corazón en cientos de pedazos, como un cristal golpeado con violencia. Cayeron las lágrimas que había intentado no derramar, asintió con un sollozo, mirando el anillo otra vez, preguntándose cuál era entonces el propósito de ese pequeño aro de plata. Si ya no podía simbolizar su hermandad, no servía para nada. Lo mejor sería deshacerse de él, y sin embargo, no podía hacerlo. Probablemente caería en un tenebroso e infinito abismo de desolación al soltarlo.
Leo le pasó por al lado con una mierda de pena. No dijo nada más, a pesar de que Carlos cayó de rodillas, consumiéndose en amargo llanto con el anillo entre sus manos.
La lluvia, como avisaba, comenzó a caer indiscriminadamente sobre todos. Carlos pensó que el cielo lloraba junto a él tras escuchar tan crueles palabras y ver cómo su mejor amigo, su hermano, se alejaba de él sin siquiera mirarlo, como si fuera un vagabundo inmundo o un leproso, sin importarle lo que sentía, sin pensar lo que causaría en él esa última frase. Fue un cuchillo filoso clavado en lo más profundo de su ser, retorcido en su pecho para formar una cicatriz que nunca sanaría. Profirió un grito de angustia que reptó desde su garganta, confundiéndose con el sonido de la lluvia que decencia con fuerza para esconder la pena de quienes lloraban la muerte de Marta, pero no de Leonardo, que escuchó claramente el grito de Carlos y le desgarró el pecho, mas siguió caminando sin sentir remordimientos por lo que le dijo. Le parecía lo más correcto dejar las cosas como estaban, pensaba que él terminaría por sobreponerse y seguiría su propio camino.
Más tarde se arrepintió de pensar de esa manera.
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Hermanos Más Allá de la Sangre #BLAwards2017
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