Capítulo 4.

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La mañana siguiente, Leonardo sintonizó el canal de noticias, como lo hacía cada vez que soñaba que le quitaba la vida a alguien, esperando que no fuera real lo que había visto en su pesadilla. No ocurrió así, pues, junto con la cara de la víctima, la presentadora tenía sobre su hombro la imagen de una carta escrita por el asesino. «Deja de entrar en mi mente, hermano», decía la carta según la presentadora. Los malos presentimientos que emergieron en Leonardo al despertar, comenzaron a consumirlo. «El asesino, gracias al registro del hotel donde se encontró el cuerpo de María Del Valle, fue identificado como León Taurel —anunciaba la presentadora, sudando ante las cámaras, dubitativa—. El mismo que le quitó la vida a la joven Gabriela Márquez hace un año. —Tragó saliva, la noticia de un asesino serial rondando en Caracas le hacía nudo en la garganta—. Los informes policiales sugieren que podría tratarse de un asesino en serie. No hay pruebas contundentes de ello, pero no descartan la posibilidad, pues ninguna de las dos víctimas mencionadas tienen, o han tenido, relación con bandas criminales según los informes.

—Claro que es un asesino serial, seguro la policía no ha revelado los otros informes —dijo Leo para sí mismo con voz queda, echando en un sillón de cuero negro con los puños entrelazados apretándose entre sí, suponiendo que los entes encargados no dejarían que la prensa publicara tal información para aterrorizar la ciudad, aunque Caracas fuera un mundo donde las calles aparecen manchadas con sangre cada vez que sale el sol, pero generalmente por confrontaciones entre bandas criminales.Esto era algo diferente para ellos. Algo que al parecer se les estaba saliendo de las manos, pues si Carlos hubiese olido policías tras su rastro en algún momento, lo hubiese dejado por un período de tiempo más largo para que dejaran el caso archivado o en la basura y lo hubiesen dictaminado como asesinato por robo. Y decidieron publicar esta última víctima por la nota que contenía, tal vez así alguien fuese hacia ellos para darle alguna pista del sospechoso. Pero él no lo haría, Leonardo no vendería a su hermano, preferiría acabar con este maldito juego él mismo.

«Si alguien tiene información relacionada con la nota dejada por este asesino, por favor comuníquense a los números que aparecen en pantalla —culminó la presentadora, no sin dejar entrever un respiro de alivio—. Se agradece máxima seriedad, es un asunto delicado y los departamentos investigativos están haciendo su mayor esfuerzo para encontrar a este hombre.» Bajo ella una cinta azul con los números del canal y los números de la línea de la policía abiertos para el caso.

Leonardo apagó el televisor casi enfadado, sintiéndose culpable por los actos de Carlos.

En el transcurso de esa semana se repitió un mismo sueño: días grisáceos, en los que la lluvia se hacía presente para limpiar la sangre de las calles vacías. Creyó que ese sueño era una especie de premonición, pero lo que le importaba era que Carlos no había asesinado a más personas y que posiblemente estuviese huyendo para no ser encontrado. Así era de pequeño: cuando le descubrían después de romper algo, corría y se ocultaba para evitar los fuertes regaños de su madre. Esbozó una sonrisa sembrada de nostalgia, Carlos no había cambiado tanto, pensó, e inmediatamente trató de recordar lo más que pudo cada sueño en el que alguien perdía la vida por su mano y trató de buscar no sólo características, sino lugares similares para ubicar a Carlos. Encontró que todas muertes se llevaban a cabo con un cuchillo de cocina grande para picar carne, posiblemente el mismo para todos y, que en todos, excepto el primero, él hundía su cuchillo en cuatro partes del cuerpo: la garganta, el pecho, el abdomen y la entrepierna. No se había percatado de ello hasta entonces porque lo primero que hacía al despertar era tratar de olvidar todo lo que vio, pero ahora trataba de recordar con tanto esfuerzo que se produjo un dolor de cabeza punzante.

Además de lo anterior, las víctimas sólo tenían en común que eran de la ciudad, lo sabía porque en cuatro de los siete asesinatos logró reconocer el paisaje al que daba la ventana. Caracas era una ciudad pequeña con muchos lugares de referencia fácilmente identificables. El obelisco de Altamira, la plaza de La Candelaria, el Edificio Administrativo de la Asamblea Nacional y la espalda de escultura al cacique Caricuao, fueron las que logró reconocer; Carlos tenía la costumbre de mirar por la ventana luego de cometer su crimen, buscando en el silbido del viento nocturno palabras de felicitación o el murmullo del nombre de la persona a la que tendría que matar la siguiente vez.

Mujeres y hombres eran asesinados sin misericordia y sin preferencia, intercalando los géneros. Con los hombres empezaba por la entrepierna sin importarle qué tan alto pudieran gritar o qué tan fuertes pudieran ser, ese era el punto débil de cualquier hombre. Las mujeres recibían su primera cuchillada en la garganta, no sabía por qué, sospechaba que el mismo Carlos lo consideraba con un acto de piedad. Dos de las cuatro asesinadas dejaron de respirar antes de llegar al abdomen.

Leo se sintió asqueado, recordar cada una de las escenas del crimen con tanto detalle le provocaba una sensación nauseabunda que lo llevó a vomitar.

Tras bajar la cadena del inodoro, se sentó frente a su computador para buscar información de las víctimas que se habían anunciado por televisión: Gabriela Márquez y María Del Valle. La primera y la última.

En la red no encontró más información que la escuchada ya, excepto porque en internet mostraban algunas palabras de dolor de los familiares de las víctimas, ambas tenían un hermano menor  y eran huérfanas de madre. Esto sobresaltó un poco a Leo y le hizo sudar frío, había conseguido el perfil que compartían las pobres almas a las que dio fin con sus manos en un acto de venganza a lo que le pareció era contra él.

La tarde era tan gris como en sus sueños, él yacía en su cama, y la lluvia arremetía contra la cuidad despiadadamente, escuchar el repiqueteo de la lluvia contra su ventana le trajo a la mente el momento en que rechazó su hermandad con Carlos, se aseguraba a sí mismo que ese era el causal de la conducta de su hermano. Se sentía culpable. Un relámpago iluminó su rostro lleno de pena, el sonido del trueno que le precedió pareció despertarlo de un sombrío letargo y se irguió asustado, como si hubiese visto alguna aparición de repente o hubiese tenido la más horrenda de las pesadillas. Fue hasta el baño y se miró en el espejo sobre el lavamanos, buscando en su reflejo la silueta de un asesino, esperando que Carlos apareciera detrás de él con el sonido de un trueno y le apuntase al cuello con el cuchillo que tantas vidas había arrebatado, poniéndole fin a la suya. Sabedor de que ello no pasaría, sacó de la navaja de afeitar que guardaba tras el espejo y la sostuvo contra las marcadas venas de su muñeca. Su sangre era la sangre de un asesino, el asesino era su hermano. Usó todas sus fuerzas para cortar su muñeca, evadiendo el miedo al dolor y a la muerte, seguro de que así Carlos se detendría, pero los recuerdos de momentos que compartieron en su niñez invadieron sus pensamientos, el brillo del cielo que los cubría cuando decidieron ser hermanos, y no pudo cortar. Se echó a llorar, dejando caer la filosa navaja y sus rodillas, culpándose por todo lo sucedido hasta quedarse dormido y sin fuerzas.

 Despertó sobresaltado, golpeándose contra el lavamanos. Aturdido, vio la navaja entre sus pies y se preguntó qué diablos intentaba hacer, la recogió y la escrutó girándola frente a sus ojos, parecía hipnotizado por el filo mortal de aquel pequeño objeto que le recordó a sus pesadillas, a Carlos hundiendo el cuchillo en las gargantas de mujeres atemorizadas, sonriendo ante la espléndida cara de dolor y miedo que expresaban sus víctimas antes, durante y después de abrir agujeros carmesí en sus cuerpos tiritantes.

Abrió el bote de basura y lanzó enérgicamente la navaja dentro, como si al hacerlo se despojara de los demonios que lo acechan en la bruma espesa que eran sus sueños. Profirió un grito gutural que rebotó y resonó por todo el cuarto de baño, expresando su rabia e inconformidad consigo mismo. Seguidamente respiró hondo, sonoramente, y decidió a tomar acciones en lugar de echarse a morir en su escusado. Decidió acabar con este maldito juego él mismo, con sus propias manos. 

Hermanos Más Allá de la Sangre #BLAwards2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora