Capítulo 5.

412 45 2
                                    

Carlos temblaba apretando sus rodillas contra el pecho, bajo el Puente de Los Leones, en La Paz, a orillas del Guaire, un río marrón de la mierda que botan las personas de la ciudad, murmuraba palabras ininteligibles mientras se aferraba fuertemente a sus brazos y se mecía. Esperando en lo más profundo de su corazón corrompido y roto que una persona lo salvase de la maldición que llevaba sobre su espalda desde el fatídico día en que su relación de hermandad se rompió. Esperaba con la ansiedad de un niño que Leonardo se apareciera frente a él.

Su pesaroso ensimismamiento fue roto de repente por las estruendosas risas de varios chicos que bajaban desde la carretera por la grama hasta el lugar donde él se encontraba. Volteó hacia ellos como un gato asustado y de inmediato llevó su mano temblorosa a la parte baja de su espalda, donde escondía el cuchillo que tantas veces había usado para cortar carne humana.

Los tres chicos lo vieron con ojos enrojecidos de marihuana, sentado, y les pareció un loco indefenso, a Carlos le pareció un trío de cadáveres ambulantes próximos a un viaje de vuelta y sin retorno al mundo de los muertos. Los tres mascullaron algo entre sí y le sonrieron maliciosamente. Uno de ellos, el más alto, sacó de su bolsillo un cuchillo desplegable y le mostró la navaja que debió quedarse oculta, por su propio bien. Los otros dos chicos caminaron hacia Carlos despacio, sin borrar esa sonrisa enfermiza para él, que seguía sentado, ahora más seguro de sí mismo. Creyó que no necesitaría su cuchillo esta vez, sin embargo, algo dentro de él le murmuró que debía dejarle un mensaje a Leonardo a través de sus cuerpos, algo que, una vez más, sólo él pudiese entender.

Los dos chicos morenos de músculos marcados que se acercaban a él peligrosamente, con aire soberbio, vista nublada y ganas de golpearlo, se detuvieron a unos metros cuando vieron bajo el cabello rubio enmarañado y sucio de Carlos, unos ojos gélidos, más amenazadores que cualquiera que hubiesen visto antes. Sintieron un miedo tan intenso que desvaneció el efecto de la droga. Uno de ellos, el que tenía una cicatriz horizontal en la frente volteó hacia el chico con el cuchillo, aterrado.

—¿Qué pasa, Yeison? ¿Te da miedo el vagabundo? —dijo el chico del cuchillo, apuntando a Carlos con su punta amenazadoramente. Se acercó hacia su compinche y le rodeó los hombros con su brazo—. Míralo, no es diferente a los otros, está sucio y hambriento, apuesto a que no ha comido por varios días. Acabemos con su miseria. No tiene a nadie en el mundo, está solo. Nadie lo va a extrañar de todos modos. Anda. —Le dio un empujón y Yeison se acercó trastabillando. A pesar del temor que le advertía no acercarse a Carlos, lo tomó por el brazo derecho y lo incorporó de un jalón. Carlos soltó el cuchillo antes de que se cayese, cerró los ojos, y no hizo más que escuchar el sonido de los carros sobre el puente y el rumor del Guaire arrastrando la basura, preguntándose si sería buena idea lanzar a uno de ellos para que diese el mensaje por él.

—Oye, vago —llamó el chico con la navaja, haciéndole señas al tercer hombre para que agarrase a Carlos por el otro brazo. Se fijó que había algo en su cuello y sus ojos parecieron brillar por un segundo—. ¿Qué tienes ahí, vaguito? —preguntó aproximándose con la mano extendida, queriendo arrebatarle el anillo.

Carlos tenía ambos brazos sujetos. Forcejeaba inútilmente para escapar, no quería que las inmundas manos del drogadicto que caminaba sonriente hacia él contaminaran el brillo inmaculado del símbolo de su hermandad.

—No lo toques —dijo con voz sombría, asesinándolo con la mirada.

El chico de la navaja no se inmutó ante los ojos de Carlos y apretó el anillo, a continuación lo jaló con fuerza, rompiendo la cadena que lo sostenía. La sangre de Carlos comenzó a hervir.

—¿Esto es plata pura? —le preguntó a Carlos mientras se alejaba, poniendo el anillo a la luz del sol, como si pudiese distinguir si el anillo era genuino o no. De repente estalló en una carcajada resonante y se volvió hacia el trio a sus espaldas—. ¿Hermanos más allá de la sangre? ¿Qué clase de mariconada es esta? —Volvió a reír—. Al menos le sacaremos algo de dinero a esto. La cadena también parece plata pura. Esta vez sí tuvimos suerte con este vagabundo, chicos. —Ellos rieron nerviosamente, sin saber por qué—. Bien, ya es hora de lanzarte al río. —Guardó el anillo en su bolsillo derecho, Carlos siguió su mano con la mirada hasta que lo hizo, luego lo vio directo a los ojos, encendido en ira, que le dijera vagabundo, lo remitió a aquel desolado momento en el que Leonardo pasó por su lado evadiendo su mirada. El chico se acercó hasta quedar unos centímetros y entonces hizo un ademán para clavar el cuchillo y Carlos, aprovechándose de la fuerza con la que lo sostenían, encogió sus piernas y las estiró en una patada doble en el estómago del chico, derribándolo y haciéndole soltar el cuchillo, quedando éste a orillas del río de mierda.

Yeison y el otro sujeto que lo tomaban lo soltaron y fueron corriendo, uno hacia el cuchillo, otro hacia el chico derribado.

—¿Estás bien Alejandro? —preguntó Yeison sosteniendo la cabeza de su compañero, éste tosió sangre y se incorporó dificultosamente, con ojos de venganza. Carlos estaba parado con los brazos extendidos y la espalda encorvada, mirándolos con rencor, como un espectro maligno en una casa embrujada.

—Sí —respondió, limpiándose la comisura de los labios con el dorso de su mano. La vio y sus labios empezaron a temblar rabiosos. Corrió hacia Carlos para darle un golpe pero éste lo esquivó haciéndose a un lado y poniéndole el pie para que tropezase, Alejandro cayó de bruces, sin tiempo para colocar las manos, rompiéndose la nariz.

Carlos se inclinó para tomar el anillo, pero Yeison y el otro chico iban en pos de él. El que tenía el cuchillo intentó clavarlo en su espalda, pero Carlos volteó, tomó su muñeca y, aprovechando la fuerza del impulso, clavó la navaja en la espalda de Alejandro quien desgarró su garganta en un grito que lograron escuchar algunos transeúntes sobre el puente. Carlos se dio cuenta que tendría problemas muy pronto si se demoraba en callar a ese trío. Decidió desenfundar su cuchillo con la punta hacia abajo, haciéndose un ligero corte en la espalda. Varias gotas de sangre resbalaron desde el filo y cayeron en el suelo. Carlos, que aún tenía la mano del tercer chico apretada, abrió su antebrazo en una herida profunda que el chico intentó tapar con su mano inútilmente. La sangre chorreaba sin intenciones de detenerse mientras él chillaba y se revolcaba en la grama escarlata llamando a su madre.

Yeison que tenía todas las intenciones de golpear a Carlos hasta matarlo se detuvo en cuanto mostró el cuchillo oculto en su espalda, se petrificó al ver que su amigo Anibal se desangraba cambiando el color de las hojas bajo él. No pudo reaccionar cuando Carlos se acercó a él y le dividió el estómago en dos.

La policía llegó veinte minutos después del grito de Alejandro, una mujer de mediana edad reportó haber visto a una persona con la cabeza cubierta por una chaqueta saltar al río un par de minutos después de escuchar «un alarido escalofriante» y ver detrás de él unos hilos de sangre.

Otras dos personas reportaron lo mismo casi al mismo tiempo.

Los inspectores, sorprendidos por toda la sangre que se había derramado encontraron a Yeison Melendez de veintiún años de edad con el estómago abierto, y a Anibal Mijares, de diecinueve, con un brazo cercenado y su mandíbula arrancada a mano limpia. Ambos yacían sobre un charco de sangre que se extendía y terminaba en el río a unos metros de sus cuerpos, con una profunda herida en sus gargantas y sus entrepiernas.

Alejandro Quintero, de veinticuatro años de edad, fue el tercero en el informe, y el más importante a pesar de tener sólo una herida en la espalda, mucho más pequeña en comparación con las otras. Lo que lo hacía importante eran las palabras al rojo escritas en su pecho desnudo con el mismo cuchillo que había sido hundido en su espalda y que ahora descansaba con el filo sepultado en su tráquea. El mensaje ensangrentado era: «LEÓN TAUREL ENCUENTRAME»

Tanto los oficiales a cargo del caso, como los forenses y los periodistas que no querían perderse ningún detalle del caso que los llevaría a la fama, y aterrorizaría más a la ciudad, creyeron que se trataba de una disputa entre bandas criminales, siendo una liderada por el asesino serial León Taurel, y comenzaron a buscar pistas que jamás encontrarían. Nunca se les ocurrió que el nombre hacía referencia al atacante y que el verdadero mensaje era el «Encuéntrame» escrito bajo el nombre, que iba dirigido a Leonardo, quien lo recibió fuerte y claro al verlo en las noticias de esa misma noche.  

Hermanos Más Allá de la Sangre #BLAwards2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora