Capítulo 9.

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Lo vio en una mañana tan gris que todo alrededor parecía ceniza, arrodillado frente a la lápida de Marta, concentrado en el epitafio con expresión apesadumbrada. Steve se acercó con pasos sigilosos a pesar de la felicidad que le invadía por ver al fin a su sobrino después de tanto tiempo, no quería que lo descubriera y huyera de él otra vez, no lo soportaría; por ese mismo motivo, amartillo la Colt que dejó de reposar bajo su almohada desde que supo que Leonardo perseguía a León Taurel. Le dio Gracias a Dios cuando estuvo a tan solo dos pasos de su sobrino y él aún permanecía estático, inmerso en sus oscuros pensamientos, pidiéndole perdón a su madre por todo lo que había hecho y estaba planeando hacer, con lágrimas recorriendo sus mejillas.

—Leo. —Steve pronunció su nombre con voz trémula, al borde del llanto, apuntándole a la nuca con la Colt, esperando que Leo volviera con él—. Por favor, olvida a Carlos y regresa a casa, a tu madre no le gustaría verte así, a mí tampoco me gusta verte así…

—Tío —interrumpió con voz exenta de cualquier sentimiento, completamente neutra a pesar de que las lágrimas seguía resbalando—. No lo entiendes. Esto es algo que está más allá de ti y de lo que mi madre pudiera haber querido. Tengo que detener a Carlos no importa qué, porque soy el único que puede hacerlo. —Se levantó y apartó la mirada del epitafio de la lápida después de estar observándolo por más de tres horas, preguntándose si de verdad no existe el final, deseando que su madre se equivocara, ansiando encontrar uno para León Taurel—. Puedes disparar, pero si lo haces esto no acabará nunca y tarde o temprano él tomará tu vida.

Steve reprimía sus sollozos, el arma temblaba en su mano.

Leonardo se volvió hacia él enmascarando, con una mirada penetrante y vacía, su dolor y el tormento que le causaban las pesadillas provocadas por los asesinatos de Carlos cuando lograba dormir (tenía ya dos días completos sin dormir para evitar esas abominables visiones). Steve comenzó a dudar, su mano temblaba tanto que apenas podía mantenerla alzada, las lágrimas que aún lamían las mejillas de su sobrino le partieron el alma, haciendo un caos su mente, cuestionándose si lo que hacía estaba bien. Finalmente bajó el arma, resignado a dejar que Leonardo continuara con la búsqueda de aquel monstruo que lo arrancó de sus brazos. Desamartilló la Colt y la dejó caer en la grama que cubría el ataúd de su añorada hermana. Leonardo se arrodilló una vez más frente a la lápida, murmuró palabras que su tío no logró entender y se retiró, pasando por al lado de su tío, tal como pasó por al lado de Carlos en aquella tarde tan similar a esta en la que se celebró el funeral de su madre y nació León Taurel.

—Espera —pidió Steve, sus ojos enrojecidos y lacrimosos le impedían ver con claridad—. Toma esto, ve a este lugar —dijo, sacando una hoja plegada del bolsillo de su blazer, estirándosela a su sobrino con la esperanza de que la tomara—, te ayudará a encontrarlo.

Dos horas más tarde de recibir el trozo de hoja con la dirección del lugar donde según Steve, podría recibir ayuda para encontrar a Carlos, Leo se encontraba frente a una casa que no supo distinguir como antigua o muy descuidada, pero que supuso tenía algo de las dos. Sacó el papel de su gabardina desgastada y sucia para confirmar la dirección impresa, miró hacia los lados como esperando ver un cartel que le confirmara que ese era el lugar correcto, pero sólo encontró una calle solitaria con un perro muerto rodeado por moscas siendo devorado por gusanos que salían de las cuencas donde alguna vez estuvieron sus ojos a unos escasos diez metros, lo demás, eran casas que desentonaban con la que parecía agonizar frente a él. Se decidió a empujar la verja, ésta despidió un chirrido que hizo eco en la calle desierta y estremeció sus huesos. Del umbral frente a él, salió una mujer envuelta en un vestido verde grisáceo, sin vida, como el día, como el perro a diez metros de él, como todas las cosas le parecían estar desde que dejó la mansión de su tío, como se encontraba él ahora mismo. Los ojos completamente blancos de la mujer escrutaban no la figura languidecida de Leonardo, pues era evidentemente ciega, sino al espectro de sí mismo en el que se había convertido, el lamento fantasmal de lo que alguna vez fue; se dio vuelta y entró a la casa de dos pisos no sin antes ladear la cabeza, invitándole a pasar.

Hermanos Más Allá de la Sangre #BLAwards2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora