Quizá sea por haber releído el diario la noche anterior o quizá porque te has dado cuenta de que, en esas condiciones, la chica no hablará, que ahora sabes que estás perdiendo el tiempo y no sabes de cuánto dispones. Así pues, decides regresar al sótano a la mañana siguiente con un nuevo plan en mente.
-Si te dejo salir, ¿Me atacarás?
- Esa pregunta admite demasiadas variables como para responderte con sinceridad, e imagino que eso es lo que quieres.
Lo ha vuelto a hacer. Con una sola frase barre toda tu paciencia. Es una mala idea. No merece la pena el riesgo, comprendes. Y estás a punto de dejarla solo de nuevo cuando añade:
- Soy el mismo que ayer, ¿qué he hecho para merecer la libertad?
- ¿No la quieres?- replicas.
- Por supuesto, pero permíteme que dude de tus intenciones.
- ¿Mis... intenciones?
- Lo único que digo es que ayer estabas dispuesto a dejarme morir de hambre y hoy me ofreces la libertad en bandeja de plata.
- ¡Olvídalo!- exclamas, y te das la vuelta para marcharte- Sabía que no era buena idea.
Pero basta el gesto para que él añada:
- Si tú no me haces daño a mí, yo tampoco te lo haré a ti.
Sus palabras te inquietan y dudas aún más de que sea una buena idea, pero la parte en tu interior que te implora que le des una oportunidad y que encuentres el modo de hablar con él es más fuerte.
- Sigues siendo mi prisionero- le adviertes- , y no dudaré en apuñalarte si intentas algo. Pero creo que estarás más cómodo en las estancias superiores. He puesto trampas por todo el jardín; si intentas cualquier cosa extraña, te cazaré como a un venado.
- No lo haré - dice, y se levanta. A continuación se estira la sucia y arrugada chaqueta y se acerca a la puerta de barrotes.
Las llaves tintinean en tus manos sacas el manojo, y, lentamente, introduces la correspondiente en la cerradura. El gruñido del metal te hace pensar que quizá no sea tan buena idea, pero en eso te pareces mucho a tu padre: cuando tomas una decisión, la llevas a cabo hasta con sus últimas consecuencias.
Los primeros segundos te mantienes tenso, listo para defenderte si se le ocurre atacar. Eres muy consciente del peso del puñal en la parte trasera del pantalón, pero tienes la esperanza de no tener que utilizarlo. Cuando pasa a tu lado, os miráis, conteniendo ambos la respiración. Pero una vez fuera, como ha prometido, no intenta nada. Coloca sus manos tras la espalda y se las sujeta mientras aguarda tu siguiente orden.
- Sube delante de mí - le indicas, y él obedece.
Despacio, ascendéis por la escalera mientras los peldaños crujen bajo el peso de cada una de vuestras pisadas.
Una vez arriba, le señalas otro tramo de escaleras para que se dirija a ellas, pero esta vez Springtrap se detiene unos segundos a contemplar el salón con un silencio reverencial. No hay más luz que la que se filtra por las cortinas rasgadas. Todo está igual que cuando tu padre vivía, pero con más polvo y más telarañas. Para ti no hay nada, pero para él...
- ¿Son de verdad?
Al principio no sabes a que se refiere y el miedo a que sea una treta te hace sacar el arma y apuntarle con ella.
- Te he pedido que no te detengas. Avanza.
Él se plantea replicar, pero al final guarda silencio y cruza la enorme estancia para subir al segundo piso. Una vez allí, le indicas que debe avanzar hasta la puerta del fondo del pasillo. Tras ella se encuentra tu antiguo cuarto, el que usabas hasta que te quedaste solo. Algo en tu interior se revuelve por dejar a un desconocido en el lugar que para ti durante años el rincón más seguro del castillo. Cuenta con una cama cubierta por sábanas y mantas que has puesto esa misma mañana, una ventana con barrotes que tu padre instaló cuando tú no eras más que un niño, y un aseo privado. También hay un armario en el que cuelgan diversas prendas que has sacado del arcón en el que guardaste las pertenencias de Padre cuando murió.
-Te he calentado agua en la bañera y ahí tienes una pastilla de jabón y una toalla. Tira tus ropas y pruébate las que encontrarás en el armario. Esperaré fuera -añades, pero antes de cerrar, señalas el reloj de mesa que hay sobre el alfeizar de la ventana-Tienes diez minutos. Si te demoras, entraré.
- ¿Y si no quiero... -empieza a replicar él, para después añadir-: tirar mi ropa?
-Haz lo que te venga en gana- y das un portazo.
-Gracias- le escuchas decir, y parece tan sincero que casi te hace sentir culpable. Casi.
Los primeros minutos aguardas con la oreja pegada a la madera, pero cuando escuchas que se mete en la bañera, comienzas a recorrer el pasillo de un extremo a otro como una bestia ansiosa. ¿Y si trata de romper los barrotes y saltar al jardín? ¿Aguantarían? Son dos pisos, no se arriesgaría a romperse un hueso, ¿o sí?
Vuelves a pegarte a la puerta, pero no escuchas nada. Si estuviera intentando algo, se oiría, ¿Verdad? Además, antes de dejarle solo has registrado hasta el último rincón de la habitación y no había nada que pudiera convertir en un arma.
Te obligas a relajarte y te acercas al borde de la escalera para mirar la hora en el reloj del salón. Solo han pasado cuatro minutos. ¿Y si no sale? ¿Y si tienes que disiparle? ¿Podrías soportar la soledad y la incertidumbre ahora que la verdad parece tan cercana?
Pasa otro minuto más.
Y después, otro.
Quedan cuatro.
Tus manos acarician el arma cuando quedan tres.
En ese momento escuchas un ruido en el cuarto y regresas a la puerta en un par de zancadas.
- Dos minutos -le avisas, tentativo- ¿Me has oído?
No obtienes respuesta y eso te inquieta aun más.
- ¿Me oyes? ¡Contesta! ¿Estás ya listo? -gruñes al tiempo que abres y entras con el arma en alto.
- ¡Eh!
El chico se vuelve hacia ti, con la camisa blanca que se estaba probando mostrando su pecho. Pero tú únicamente puedes pensar en que parece otro, con el cabello empapado sobre los hombros, sin rastro de la mugre y con la ropa limpia.
-Lo siento- balbuceas.
-Me quedaba un minuto- apunta, molesto.
-Eh... sí. Pero no respondías.
-Da igual, solo ayúdame con los botones, por favor - te pide, y tú te sonrojas cuando clavas la vista en la pálida tez de su torso descubierto.
- Ya está - dices una vez terminas, y te alejas un pasó, obligándote a borrar de tu mente el pensamiento de que te hubiera gustado poder acariciarle -Vamos abajo, he preparado algo para comer.
Regresáis al piso inferior siguiendo el mismo camino, con el delante. Una vez allí, te arriesgas a no atarle las manos y le pides que se siente en una de las sillas que rodean la pequeña mesa de madera que hay en el centro de la estancia.
Apartas la cacerola en la que borboteaba un espeso líquido y viertes su contenido sobre dos platos, parte de la única vajilla que has logrado mantener intacta. Uno se lo dejas a él delante, con una cuchara y un vaso lleno de agua.
- ¿Tú no te sientas? -pregunta Springtrap.
- No- contestas, tajante.
Te mantienes en pie, apoyado en la encimera, cerca de él para abalanzarte si decide huir, pero lo suficiente lejos como para que no pueda lanzarte a la cara la comida o lo que le se le ocurra.
Coméis en silencio. Para haber pasado dos días ahí abajo sin apenas probar bocado, le ves bastante tranquilo, disfrutando cada cucharada sin ansia. Mantiene los ojos clavados en el plato y tú en él. Cuando terminas, te aclaras la garganta y él levanta la mirada.
- Sé que no hemos empezado con buen pie.
- Porque soy tu prisionero.
- Sí, por el momento sí. Pero si haces lo que te pido, serás libre para moverte por la casa y los jardines, como yo.
- ¿Y para salir al exterior?
- ¿No?
- No.
¿Por qué nunca tiene suficiente? ¿Por qué siempre tiene que porfiarte?
- Eso... ya lo veremos.
La sospecha oscurece su rostro.
- ¿Lo prometes?
Esperas que no advierta que estás mintiendo cuando respondes que sí. Al fin y al cabo, bastaría un descuido tuyo para que intentara cualquier cosa. No esperará que seas incauto.
- ¿Qué quieres saber?
- ¿Cómo es el lugar del que procedes? - Esta vez no te has apuntado las preguntas en ningún papel.
Él se reclina en la silla y se queda pensativo unos segundos antes de comenzar a hablar.
- Pues... en el lugar del que vengo no hay árboles, ni flores. Hay vegetación y animales, por supuesto, pero están protegidos en urnas y recintos acondicionados para cuidar de todas las especies y que no se extingan - aclara. Parece un discurso aprendido de memoria. - Pero sí hay palacios que llegan hasta las nubes y forman bosques de cristal. Opacos, de colores, transparentes como gotas de lluvia que recuerdan a uno de esos caleidoscopios. Las únicas paredes de madera o de ladrillo que existen pertenecen a otros tiempos. No llevamos armas y la mayoría nos conocemos. La colaboración es fundamental y todos aportamos recursos de los que podemos disponer. Como ves, tratamos de corregir los errores del pasado.
En realidad no lo puedes ver. Porque no sabes ni cómo era el pasado ni que errores se cometieron. Pero, aun así, aquello no tiene sentido para ti: ¿cómo puede ser el mundo que describe él el mismo del que Padre huía?
- ¿Tienes familia?
- No propiamente dicha, pero tengo a mis "Brothers". Son como mis hermanos.
- ¿Y tus padres?
- No los recuerdo.
Sientes que algo se remueve en tu conciencia.
- Yo tampoco los recuerdo.
- ¿A mis padres? - pregunta él con una sonrisa torcida que te contagia sin tú quererlo.
- No, a los míos. Mi madre murió cuando yo era un crío. He vivido siempre con padre hasta que, bueno, hasta que él también se fue.
- ¿De qué murió?
- El frío se instaló en sus pulmones y...
Él frunce el ceño antes de interrumpirte.
- ¿Por qué no viajasteis a la ciudad? Allí existe cura para cualquier tipo de enfermedad.
Escuchar una solución tan sencilla de una lógica tan aplastante hace que quieras romper algo, pero te controlas porque sabes que el odio no va dirigido a él, sino hacia Padre.
- Nunca he abandonado los muros del jardín - confiesas, y lo que hasta ese momento te ha parecido algo admirable ahora te produce vergüenza.
Pero Springtrap no se burla de ti, al contrario.
- Yo tampoco abandoné nunca mi hogar. Hasta ahora. Eso estaba prohibido. Pero yo necesitaba saber que había ahí fuera... y una noche no pude aguantarlo más y me marché.
- ¿Cuánto tiempo llevabas viajando?
- Seis días cuando llegué al muro por primera vez. Pero luego investigué las inmediaciones durante otros dos.
A toda prisa realizas un cálculo aproximado de a cuantos kilómetros podría estar ese lugar del que procede y llegas a la conclusión de que, en realidad, solo os separan cuatrocientos kilómetros. Quizá menos.
- No entiendo por qué Padre se alejó de la ciudad si quería evitar a los monstruos. Allí podríamos haber estado protegidos- mascullas para ti.
- ¿Qué monstruos?
La pregunta te pilla por sorpresa.
- Los del exterior. Mi padre me contó que solo con poner un pie fuera de la muralla vendrían a por mí; que eran capaces hasta de sentir y escuchar el latido de nuestros corazones a través de la tierra y que tenían la piel tan dura que pocos filos serían capaces de atravesarla. (2)
Springtrap mira más allá de ti, más allá de la ventana que tienes a tu espalda, y niega con la cabeza.
- Sé ocultarme bien. Pero creo que tu padre se equivocaba: no hay monstruos ahí fuera.
Su inesperada respuesta te ofende tanto que no te salen las palabras, y él lo nota porqué añade:
- Quizá los hubo hace tiempo, pero ya no.
Ese tipo de reflexiones suyas son las que más te desconciertan porque hacen que te preguntes cómo podías creer que él era una de las amenazas de las que tanto te había hablado Padre. Y eso no era bueno. Tienes razones para desconfiar, para no dejarte engañar. Necesitas ordenar tus pensamientos y valorar lo que has aprendido.
- Por hoy es suficiente- dices, incorporándote.
- ¿Ya hemos terminado?
- Solo por ahora- te limitas a responder- Vuelve a tu habitación. Iré a avisarte a la hora de la cena.
- ¡He respondido a todas tus preguntas!
- Has respondido a algunas de mis preguntas. Aún no hemos acabado.
Springtrap no insiste; quizá ha aprendido que no suele servir de nada. Se pone en pie con enfado y se remanga los puños de la camisa antes de abandonar la cocina seguido por ti.
Le encierras en su nueva estancia, esta vez con llave. Regresas al salón, recoges tu chaqueta del perchero y te diriges al jardín. Debes cortar leña si quieres mantener la casa caliente. De camino a un grupo de árboles, te detienes junto a uno de los rosales para comprobar el estado de los capullos. Tras años dedicados a ello, Padre había sido capaz de criar rosales luneros, capaces de crecer en cualquier época del año si se les prestaba atención y se les protegía de las inclemencias del tiempo. Pronto relucirían los pétalos sobre el manto de hojas doradas caídas de los árboles.
Arrancas el hacha del tocón en el que la dejaste por última vez y te remangas antes de comenzar la labor. Sientes como se tensan todos tus músculos con cada nuevo golpe, pero no te detienes. El esfuerzo te impide pensar en nada más. Por un instante Springtrap, el recuerdo de Padre e incluso el muro desaparecen, y solo estáis tú, el hacha y el tronco.
Cuando has partido suficiente leña, sudoroso y con los brazos temblándote por el esfuerzo, atas las maderas y las cargas a la espalda. Es al levantar tu mirada y dirigirla hacia el castillo cuando adviertes que tu joven prisionero te observa desde la ventana de su nueva habitación. No saluda ni sonríe. Se mantiene estático, pero no parece enfadado, sino más bien triste o melancólico.
Lo peor es que si esa actitud es una treta para conseguir que poco a poco te apacigües lo está consiguiendo.
ESTÁS LEYENDO
Garden; Goldentrap
AléatoireSiempre quisiste salir, Golden, pero... ¿No sabes que la curiosidad mató al gato?