Capítulo 2: El hombre amistoso

118 8 2
                                    

“Now I´ve got a belly full

You can be my sugar-baby

You can be my honey child, yes”

-Queen.

Capítulo 2: El hombre amistoso

La Plaza Sarmiento era un centro de modesta actividad. Menos comercial que la de Libertad, solía ser el sitio donde los jóvenes jugaban sus partidos de futbol con bolsas convertidas en pelotas. Cada tarde eran infaltables los corredores que trotaban por el camino de mosaico entre los árboles. Por la noche, cuando las luces de la fuente se encendían y empezaban su recorrido por los tonos del arcoíris, ellos se estiraban cerca del podio donde se alzaban postes imponentes antes de iniciar el regreso a sus hogares. Los estudiantes del profesorado en la Escuela Normal ya salían a ocupar los asientos de sus motocicletas o automóviles, contribuyendo al oscurecimiento y abandono del edificio.

A las 3:00 A.M, sin embargo, ya no quedaba nadie. El borracho de siempre (o más bien, uno de los borrachos de siempre) podría haber presenciado el auto del sacerdote detenerse en la esquina, pero tenía demasiado vino barato en las venas para que reparara en la figura negra sin collarín, acercarse a otra más pequeña que jugaba en la fuente. La conocía a esta última o al menos su presencia no le era extraña. A pesar de su incapacidad de retener al tiempo en su justa medida, sabía que desde hacía poco aquel era un residente permanente de la plaza. Siempre dolía un poco verlos tan chicos, pero en su caso era peor. De color tan blanquito, incluso sin haberse bañado en días, sencillamente no parecía pertenecer a ese modo de vida. Pero eran de esas cosas que uno aprendía a aceptar como parte impuesta del paisaje. A fin de cuentas, la mala suerte nunca había discriminado antes.

El sacerdote sin collarín habló brevemente con el error del destino antes de llevárselo consigo de la mano. Adentro del auto, le ajustó el cinturón y lo ayudó a acomodarse antes de entregarle la barra de chocolate que le había prometido.

-Pero cómela con calma o te hará mal -advirtió inútilmente, pues apenas tuvo el empaque entre sus manos el destino de la golosina estaba sellado.

En menos de dos minutos la criatura lamía los restos dejados en sus dedos. Cuando el semáforo se puso en rojo, contempló la pequeña lengua envolver los delgados dedos, pasando encima de ellos una y otra vez, antes de que la boca rosada se pusiera a chupar la punta con un evidente deleite. Al hombre ni siquiera se le pasó por la mente protestar al respecto.

Debido a lo tardío de la noche, no había tráfico aguardándolo al estacionar frente al imponente convento de San Francisco en la calle Roca. Se bajó del vehículo y le abrió la puerta a su acompañante desde el otro lado, tomándole de las caderas para bajarlo al suelo después de liberarlo. Lo condujo de la mano, fría y húmeda por la saliva infantil.

-Tengo muchas más cosas adentro -le prometía abriendo, como siempre, la puerta trasera-. Te gustan los dulces, ¿no? Hay galletas, chocolates, gaseosas, todo lo que vos quieras.

Le parecía que el otro no podía mucha atención a sus palabras. Observaba como en un trance la habitación llena de los ropajes ceremoniales, las vitrinas con los reconocimientos concedidos a la iglesia, fotos de la graduación de los estudiantes y las copas doradas para impartir la eucaristía. Al principio le preocupó que se tratara de un síntoma de avaricia pronta a estimular su inteligencia, pero pronto entendió que la expresión sólo pretendía evidenciar curiosidad, tan simple y sincera como la de cualquier ser en desarrollo. No obstante, ninguna pregunta rompía el silencio de ese templo nocturno.

Tras penetrar por otra puerta, subieron las escaleras hasta su habitación. Estaba muy oscuro, pero ni aun entonces el hombre percibió un deseo de retroceder.

La marcha de la reina negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora