Capítulo 5: Esparcir alegría

46 3 0
                                    

Put them in the cellar with the naughty boys

Little nigger sugar then a rub-a-dub-a-baby oil

Black on, black on every finger nail and toe

We´ve only begun, begun

Make this, make that.

Keep making all that noise.

-Queen

Capítulo 5: Esparcir alegría

Todas las veces que lo intentó, Valentina sencillamente no podía activar la zona en su cerebro que la mantuviera lo bastante interesada en el sermón para saber de qué hablaba el sacerdote detrás del pulpito. ¿Era acerca de una papa demasiado crecida? ¿Un mate fuera de hora? ¿Quién se suponía era Francisco? La acústica en la iglesia debería permitirle escuchar sin problemas las vibraciones provenientes de la garganta del hombre, pero por cada dos o tres palabras sueltas que lograba interpretar se perdía frases enteras y el resultado de la comprensión era nulo. Ojala fuera un problema del oído. Así podría asentir junto a las viejas en los bancos del frente y entender la atenta recepción de quienes la acompañaban en los asientos del fondo. En una familia las nenas aburridas jugaban presionando las pantallas de sus tablets. Para no perturbar a otras personas, la madre las obligaba a por lo menos tener los auriculares conectados y así mantener el mismo sonido monótono de la voz al alcance de todos, sin interrupción.

Le gustaría saber, para así al menos mantenerse al tanto, pero era imposible. De tal manera, Valentina se desparramó en el asiento y contempló el bonito techo elevado de la catedral. Al menos ahí podía encontrar detalles interesantes que no le quisieran acurrucarse a tomar una siesta.

En todo caso, no era una perdida de tiempo. Podía oír a la gente respirar y exudar su calor humano alrededor. Podía conservar la fantasía de una charla, de una risa compartida e incluso una nueva relación en cualquiera de los aspectos que decidiera presentarse. No que alguno de los meses en que llevaba asistiendo a la misa le hubieran deparado nada semejante, pero era mejor que sólo permanecer en casa, incapaz de dejar de oír las murmuraciones de la gente con la que se veía obligada a convivir. Incluso si nadie le prestaba atención, incluso si nadie la miraba más que para extrañarse por su elección de ropa, continuaban a su lado y vivían. Sentándose en silencio en medio de un montón de fieles se sentía de alguna forma menos sola.

Sin embargo, como cada domingo, después de la repartición de la eucaristía (miró pero seguía sin encontrar a ese Jesús del que tanto hablaban; ¿tan ocupado estaba que siempre debía cancelar?) el sacerdote elevó las manos para anunciar que ya estaban libres para volver a sus hogares en paz y con la gracia del Señor. Valentina siempre creía que ese sería el momento perfecto para ponerse de pie y dar una ronda de aplausos, pero parecía ser la única que ponía las manos en posición y el movimiento se quedaba en sus principios sin jamás concretarse. Quedó viendo a la familia con las tablets, las viejas emperifolladas y algunos jóvenes retirarse mientras ella permanecía ahí. Pronto sólo quedaron unas personas hablando con el hombre que en esos momentos bajaba al nivel del suelo común.

Todavía no estaría disponible para la charla privada que ella pretendía, de modo que se entretuvo paseando frente a las estatuas que formaban un singular altar cada una. Las caras sufrientes de los santos y vírgenes eran las que más le gustaban, haciendo latir su corazón. Debieron haber sido excelentes momentos los que pusieran un dolor tan memorable que un artista tuvo que inmortalizarlo sobre un medio sólido. Ya había intentado subirse a las plataformas para tratar de determinar de qué material estaban hecho, pero las continuas murmuraciones de otra espectadora mandándola bajar y qué chiquita más irrespetuosa le habían desintegrado sus ganas de curiosear. Aparentemente las cosas de una iglesia estaban para verse, no tocarse y, por lo tanto, por lo menos para ella, menos divertidas. Recorría con el dedo la inscripción en una placa dorada frente a la crucifixión cuando vio de reojo al sacerdote, ahora libre, entrar a la cabina de confesión.

La marcha de la reina negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora