Él no pretendía que esta sirena de mujer tuviera ningún poder
sobre él.
Hasta ese beso.
Darien murmuró una larga maldición. Recordaba cómo su aliento se aceleró
y sus ojos se abrieron ampliamente. Esa maldita camisa finalmente se
abrió lo suficiente para que pudiera divisar la tersa piel encerrada en
encaje rosa. Había estado listo para apartarla, hasta que ella lo sostuvo al
oír la llamada de su madre. No era su culpa el haber cedido ante el
instinto para salvar su engaño.
Hasta que su caliente y húmeda boca se abrió contra la suya. Hasta que
su dulce sabor inundó sus sentidos, y los desesperantes aromas a vainilla
y especias lo hicieron querer aullarle a la luna. Finalmente había
averiguado que ella encaraba el sexo de la misma manera en que encaraba
la ira: sin reservas, sin restricciones. Demandante.
Apasionadamente.
Él estaba bien jodido. Y no de una buena manera.
Pero ella nunca lo sabría. Se había asegurado de ocultar su rostro tras una
máscara de indiferencia, aunque su maldita erección lo delatara como un
mentiroso. No importaba.
Darien se negaba a romper las reglas. Serena era una mujer que vivía en la luz
y que jamás sería feliz con el trato que él mismo se había hecho cuando
era un niño.
Un año era suficiente.
Sólo esperaba resurgir de él en una sola pieza.
Darien se volteó para ver a su novia durmiendo. Su cabeza descansaba
contra la puerta de la limosina. Su tocado se había caído, y el
encaje blanco desarreglado yacía en el suelo a sus pies. Los rizos
de Raven estaban revueltos en todas las direcciones y escondían sus
hombros desnudos de la vista. La copa de champaña en el portavasos
permaneció intacta, las burbujas se habían desvanecido. Un brillante
diamante de dos quilates estaba en su dedo y disparaba los brillos de luz
de los últimos rayos del sol que moría. Labios voluptuosos y de color rubí
estaban entreabiertos para dejar que saliera y entrara el aire. Un delicado
ronquido estable se alzaba en el aire durante cada exhalación.
Serena Tsukino ahora era su esposa.
Darien se movió para tomar su propio vaso de champaña y silenciosamente
le brindó al éxito. Ahora poseía por completo Dreamscape Enterprise.
Estaba a punto de ir tras una oportunidad única en la vida y no
necesitaba el permiso de nadie. El día había pasado sin una complicación.
Tomó un largo trago del Dom Perignon y se preguntó por qué se sentía
como una mierda. Su mente regresó al momento en que el sacerdote los
convirtió en marido y mujer. Los ojos zafiros llenos con puro miedo y
pánico mientras se inclinaba para darle el beso necesario. Pálida y
abatida, sus labios temblaron bajos los suyos. Supo que no se debía a la
pasión. Al menos no esta vez.
Se recordó que ella sólo lo quería por el dinero. Su habilidad para
pretender que era inocente era peligrosa.
Se burló de sus propios pensamientos al alzar su copa nuevamente y
beberse el último trago de champaña.
El conductor de la limosina bajó el vidrio tintado un centímetro.
—Señor, hemos llegado a nuestro destino.
—Gracias. Puede detenerse al frente.
Mientras la limosina subía el largo y estrecho camino, Darien gentilmente
sacudió a su novia para despertarla. Ella se movió, roncó y colapsó de
nuevo en el sueño. Darien reprimió una sonrisa y comenzó a susurrar. Luego
se detuvo. Se deslizó de nuevo en su viejo papel de atormentador con una
confortable facilidad, se inclinó y gritó su nombre.
Ella se enderezó de golpe. Sus ojos abiertos con miedo, alejó su pesada
melena de sus orejas y miró a todo el encaje blanco como si ella fuera
Alicia en el País de las Maravillas bajando por el hoyo del conejo.
—Oh, Dios mío, lo hicimos.
Él le entregó sus zapatos y tocado.
—Todavía no, pero es nuestra luna de miel. Estaría feliz de obligarte si
estás de ánimo.
Ella lo miró fijamente .
—No hiciste nada más en esta boda que hacerte notar. Trata de organizar
cada último detalle en sólo siete días y me sentaré y te veré colapsar.
—Te dije que te consiguieras un Juez de Paz.
Serena bufó.
—Típicamente masculino. No levantaste un dedo para ayudar y chillas
inocente cuando eres desafiado.
—Roncas.
Su boca se abrió.
—¡No ronco!
—Lo haces.
—No lo hago. Alguien me lo hubiera dicho.
—Estoy seguro de que tus amantes no querían ser echados de la cama.