Capítulo 7

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Las puertas se abren y al fin, después de tanto tiempo, siento el sabor de la libertad —y poco me importa que sea condicional—

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Las puertas se abren y al fin, después de tanto tiempo, siento el sabor de la libertad —y poco me importa que sea condicional—. Creo que nada nunca se había sentido tan placentero como ver el sol nuevamente, ni tan excitante como sentir el aire recorrer mi cuerpo. Nada se había sentido igual desde el buen sexo que me hacían las mujercitas de las calles de San Diego y el modo en que su lengua recorría mi miembro, con gran habilidad cabe decir, para que se los introdujera a cambio de un par de billetes de dólar. En este momento quisiera cogerme al sol hasta que la luna se ponga celosa, que el aire me acariciase el escroto hasta que me venga y que el sonido de la naturaleza me pidiera cada vez más. De tan sólo respirar ya se me pone dura.

Hay tantas cosas que quiero hacer que ni siquiera sé por cuál empezar. De lo único que estoy seguro es que me quedaré a dormir esta noche en la calle. Después de estar viviendo —si a eso se le puede llamar vida— 18 años en la prisión, sin recibir visita alguna, me quedaron dos cosas muy claras: la primera, que de ahora en adelante podría acostumbrarme a lo que sea. La segunda, que mi familia no quería saber nada de mí, así que los voy a dejar en paz. Para siempre.

Empiezo a andar por las calles sin rumbo alguno, aunque tengo la noción de que mi subconsciente me está llevando a un lugar en específico.

Llevo viendo los barrotes de la cárcel desde el año 1999. ¿El motivo? Ahora mismo mi pasado se está consumiendo en una espiral del olvido, por lo que es mejor dejar las cosas como están. Las heridas se han cerrado, me he puesto una máscara con una sonrisa sobre mi rostro y he decidido guardar los secretos en una tumba: el antiguo Frederick Bates arde en el infierno. Sin embargo, hay heridas que nunca se cierran por más veces que intentes curarlas, bajo la máscara hay un hombre que pide venganza a gritos, así como los muertos salen en las noches de sus tumbas para saldar las deudas pendientes. Por eso estoy yo aquí, para hacer que nadie se olvide de lo que ese difunto era capaz.

Cuando me apresaron, no estaba solo. Mi viejo compañero de infancia y cómplice en el crimen fue esposado conmigo. Pero a pesar de ello, el infeliz de Frederick Tyson atestiguó en mi contra y me inculpó por todas las fechorías que habíamos cometido, juntos. Desde ahí me condenaron a una pena que parecía interminable y él se fue sin recibir castigo alguno. Nunca fue a visitarme, nunca me contestó cuando le llamaba, nunca me dijo porque me dejo pudrir en una celda a cambio de salvar su propio pellejo. La vida siempre premia a las personas que hacen maldades.

Pero algún día tenía que pagar, ¿no?

Creo que mi parte favorita de estar en la prisión fue el poder vigilar de cerca a ese hijo de puta. Se consiguió un empleo formal como maestro en la Universidad que estaba en frente, estaba tratando de rehacer su vida y de jugar al buen samaritano. Lo único era que también quería jugar al lobo feroz, pues en un momento dado, todas las tardes se escondía en un callejón detrás del recinto para comerse a Caperucita. Aquella chica alta de senos grandes y cabello cuasi rubio resulta algo atractiva, pero indudablemente es toda un perra para andar saliendo con un hombre que se podría hacer pasar por su tutor legal.

Mi parte favorita era verlos ahí, disfrutando de la adrenalina sin saber que eran animales enjaulados, sin saber que había contratado a alguien para que les tomase fotos, sin saber que sus encuentros fortuitos eran la causa de la mitad de las masturbaciones que se producían en las celdas. El sobre que llevo en la mano, repleto de toda la evidencia, es la posesión más preciada que tengo ahora.

Mi mente ha llegado a su destino: la casa de Tyson.

Los recuerdos se arremolinan en mi mente como si quisieran burlarse de mí. Trato de alejar las imágenes de mi padre maltratándonos a mi y a mi madre, las pandillas de la escuela, los cañonazos de las pistolas de los policías. En cambio, intento quedarme con mis memorias en clubes nocturnos, la sonrisa de mamá antes de morir en mis brazos, a las muchachas del 99 que suplicaban por su libertad.

Un auto se dirige hacia el garage y supongo que él viene en camino. Quizá esto pueda ser divertido, me digo, y entonces me quedo ahí, esperando, como un zorro que quiere dar caza a un venado y devorar sus tripas con un éxtasis apremiante.

 Quizá esto pueda ser divertido, me digo, y entonces me quedo ahí, esperando, como un zorro que quiere dar caza a un venado y devorar sus tripas con un éxtasis apremiante

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Salgo del garage con dirección a la universidad. La naturaleza me llama, algo en mi se despierta y ruge en mi interior, provocando una vibración tan fuerte que me hace cosquillas. Sonrío. Aún llevo conmigo el sobre de fotos, sólo que ahora tiene un par de gustas de sangre. Sonrío. Creo que se ve más llamativo así. Pienso a qué personas les gustaría verlo y se me ocurre hacer una parada antes de llegar al recinto. Me es inevitable soltar una carcajada.

Dejo el presente que espera con ansia ser recibido en el buzón. Me he venido corriendo como un loco. Sonrío. Descanso un tiempo para tomar fuerzas y llegar al establecimiento para ver por última vez el rostro de quien decía ser mi mejor amigo de infancia. Tal acontecimiento me provoca sensaciones nunca antes vividas, como si un líquido caliente pasara por todo mi cuerpo de arriba a abajo. Tengo la seguridad de que esta será la última noche en la que ese infeliz habite este mundo. ¡Vamos, maldita sea, unas horas y todo habrá terminado!

Llego por fin a la institución que está apunto de cerrar sus puertas. Me recibe una recepcionista morena de cabellos teñidos y labios gruesos. Aspiro su delicado aroma a papeles de oficina y a sexo mientras esta me dice: —Buenas tardes señor, ¿podría ayudarle en algo?

Podrías ayudarme en más cosas de las que imaginas, nena.

—Buenas tardes —respondo, casi mordiéndome la lengua para no soltar lo que la naturaleza me susurra al oído—. Quisiera saber si hay una vacante disponible, como maestro...

La morena me mira con seria perplejidad y empieza a rebuscar en su ordenador. Se abrocha un botón de la blusa y se pasa el cabello rizado hacia adelante. ¿Tengo cara de violador, acaso? Pues vamos nena, quiero violarte. Quiero que vayamos al bosque y que rías conmigo cuando el reloj marque la medianoche y que luego celebremos como es debido. ¡Puedo hacer realidad lo que está en tu mente si así lo deseas!

—Lo siento, señor. —Habla con cierto nerviosismo—. Pero ahora no hay disponible ningún cupo, para ningún empleo...

Miro el reloj. Ya son las 10:00 p.m. Suelto una risa estridente y la recepcionista se hecha hacia atrás en su silla mientras exclamo: —¡Pero muy pronto habrá una, señorita! —Noto qué bien sabe la libertad—. Muy pronto habrá una, ¡de eso estoy seguro!

Me alejo por la calle en dirección hacia... ningún sitio. La morena se queda mirándome desde la distancia con preocupación y le guiño un ojo. Ya casi es hora, la naturaleza misma me lo ha susurrado. Es hora de que el alma de ese desahuciado de Bates cobre venganza.

Seduciendo a la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora