Domingo

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Tenía una debilidad a la hora del desayuno, una única debilidad que más bien me había heredado mi hermana desde que ella tenía cuatro años: los huevos verdes con jamón. Aún no estaba seguro de cómo Servanda se había enterado de ella, pero poco me importó durante aquella mañana de domingo en su casa. Habíamos pasado toda la noche del sábado viendo películas de terror, absortos ante los magistrales manejos de cámara y la gesticulación de los dobles, mientras que el tazón de palomitas desaparecía poco a poco. No eran pocas las veces en las que había pasado la noche ahí, pero esta fue de las pocas en las que ella solo estuvo en mis brazos, ya sea por el mero romanticismo del momento o el hecho de que cada cinco minutos con veintidós segundos algo la aterraba. Entre las tres treinta y dos y las tres treinta y cinco con cuarenta segundos de la madrugada cayó rendida por el sueño en la improvisada cama en la que se suponía yo pasaría la noche. Apagué el televisor para que nada perturbara su respiración a seis octavos, me recosté a su lado, tomé uno de los mechones izquierdos de su cabello, que además era mi favorito, para jugar con él. Poco me importó el tiempo en ese momento, el dulce olor a manzana que siempre desprendía a esa hora de la madrugada me embargo en un viaje a través de todas las memorias que tenía con ella: nuestra primera canción, el primer charco en el que saltamos, la primera piedra que lanzamos al río, la primera vez que nos quedamos dos horas picándonos la nariz. De pronto, cual tormenta traicionera en el mar, algo cruzó por mi mente, tan rápido como la primera "L" de una frase, eso resonó por todos lados, luché por alejarlo, no podía permitir que volviera después de tanto tiempo, no ahora. Recurrí al arma más poderosa en esos momentos, deslicé suavemente mi brazo debajo del cuello de Servanda y, como si supiera que la necesitaba, se acercó más a mí, cubriendo todo mi ser, alejando todo lo que no fuera ella.

Al abrir los ojos ella ya no estaba a mi lado, eran pocas las veces en las que me daba cuenta de cuando se levantaba, un talento innato quizá. Poco a poco mis sentidos y pensamientos volvieron, incorporándome al domingo, sin embargo, un ruido proveniente de la cocina interrumpió mi canalización. No era un estruendo como el que ocurre cuando un plato está harto del calor y decide que es mejor refrescarse en el suelo, era más bien dulce, suave, un ruido extrañamente familiar que me recordaba aquellas lejanas mañana cuando la felicidad se resumía en estar a las diez frente al televisor esperando por mis caricaturas favoritas. Me fui acercando, tratando de no interrumpir el recuerdo que se sumaba con más fuerza que cualquier cosa real en ese domingo. Llegué a la cocina sin que mi torpe cuerpo me traicionara para encontrar uno de los escenarios que jamás olvidaré: era aquella figura delgada, con el cabello negro lacio hasta media espalda, con el pijama rosa con blanco que le había regalado la navidad pasada, era Servanda. Tratando de no romper el cuadro me aproximé lo más que pude hasta cubrir sus ojos con mis manos, su cuerpo se sobresaltó de inmediato, le di un beso en la mejilla y la abracé por la espalda, ella trató de ocultar el rubor en su cara, pero yo sabía que ahí estaba.

—Me asustaste— dijo tratando de esconder una pequeña risa.

Recuerdo que traté de decirle algo, pero de inmediato me ordenó salir y ponerme el pijama que no había usado la noche anterior, además de decirme que no podía entrar hasta que ella me lo autorizara. Acaté sus órdenes, no sin antes oponer un poco de resistencia, pues ahora una curiosidad gigante me invadía, así que tuvo que usar su encantó para lograrme convencer por lo que unos minutos después estaba saliendo del baño el pijama de extraterrestres que tanto le encantaba. Una de las cosas que mi abuela me había dicho hace mucho tiempo es que cuando una comida se hace con amor, se puede ver como salen varios colores de la cocina, que bailan en un ritmo a destiempo y exactamente fue lo que vi. Un azul, un verde, un rojo y un rosa, nuestros colores favoritos bailaban. Sin darme cuenta los comencé a seguir, me llevaron hasta una fotografía sobre una repisa la cual tomé con ambas manos. Dos niñas me devolvían la mirada, de fondo al parecer había una fiesta, ambas sonreían, despreocupadas por la vida, mostrando los dientes. Por supuesto que una de ellas era mi hermana, con su inconfundible playera rosa con blanco y falda rosa que usó cada vez que pudo a lo largo de dos años. La otra niña portaba un vestido floreado, donde un azul cielo era el que más predominaba, su cabello estaba recogido únicamente por una diadema. Cada que veía la foto pude notar que las pupilas de esa niña eran más grandes que las de mi hermana, además de detectar un cierto rubor en su rostro, hábilmente disfrazado con la risa. No, no había dudo en que esa niña fuera Servanda, pero no había notado que desde esa edad ella tenía el lunar en forma de media luna en su antebrazo izquierdo, tampoco había notado la forma peculiar en la que su ovillo izquierdo se movía al sonreír. No sé cuánto tiempo estuve contemplando la foto ni cuánto tiempo estuvo parada detrás de mí.

—¿Habías visto esa foto?

—No.

—Esa es una de mis fotos favoritas ¿sabes dónde la tomaron?

—Supongo que en un cumpleaños tuyo, de Daniela o de alguno sus amigas de ballet ¿no?.

—¿De verdad no reconoces el lugar?

Miré de nuevo la foto, esperando encontrar alguna pista o algo, pero fue hasta que ella señaló la muñeca de mi hermana que vi los relojes de plástico que simulaban los morfos de los Power Rangers que me di cuenta. Habían tomado la foto en mi casa, en uno de mis cumpleaños, no recordaba si había cumplido nueve o diez años. Recuerdo que alguien me había regalado una cámara, probablemente mi tía Ana, quien era la única fotógrafa de la familia y quería a alguien con quien compartir su afición, así que entre los juegos que planeaba mi madre me la pasé tomando fotos, terminé los tres royos que venían con la cámara en menos de tres horas.

­—Yo tomé esa foto ¿cierto?

—Sí—dijo mientras su cara adquiría una tonalidad rojiza— estaba tan nerviosa aquel día pues era la primera vez que iría a un cumpleaños tuyo, pasé toda la noche pensando en qué ponerme para que dos horas antes de irnos mi madre me pusiera ese horrible vestido floreado.

No pude evitar que una pequeña risa se me escapara. Ella trató de aparentar cierto enojo, pero tampoco pudo evitar reírse.

—Esa foto es de mis favoritas porque la tomaste tú, era la primera cosa que tuve de ti, recuerdo haberle rogado a Daniela por la foto, siempre le dije que era porque salíamos las dos y yo tenía pocas fotos de ambas, aunque en el fondo siento que ella entendió la verdadera razón.

Era hasta cierto punto imposible para mí imaginar la felicidad que tuvo el día que mi hermana le pasó la foto, probablemente a escondidas, estaba tocando uno de sus tesoros más preciados. Esbocé una pequeña sonrisa y dejé la foto sobre la repisa nuevamente. Sin ningún motivo aparente estaba feliz, me sentía tan feliz a su lado, jamás había imaginado que algo así hubiera cruzado por la mente de la Servanda de siete u ocho años. De pronto, una suave melodía comenzó a sonar, provenía de todos lados, tomándola de la cintura bailé con ella a un ritmo lento, ella se recargó en mi pecho. Por un momento creí que sólo yo escuchaba la melodía, pero al parecer ella también lo hacía, bailamos un largo rato hasta que le di un único y delicado beso en los labios, ella no hizo más que abrazarme, con lo que me transmitió cientos de emociones que carecen de nombre en cualquier lenguaje humano o animal.  

LucasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora