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  Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todoescritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nadame ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendouna historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó dealguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo quegerminó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada defantasmas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muycierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en lacabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el anchomundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción enciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todaslas historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación,cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que semueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no esposible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sinmatarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me siguehechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con lamujer amada días, semanas y meses, sin cesar. 

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra desus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor,desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, deArthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribirun drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimientoteatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarmecada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitóacurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todocuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de unatía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con larealidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió unahistoria. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólosobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. 

Mario Vargas Llosa:  Elogio de la lectura y la ficciónWhere stories live. Discover now