Capítulo IV

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 Una vez, cuando mi padre y yo vivíamos en Australia, una tormenta había amenazado con desprender el techo de nuestra casa y dejarnos a la deriva. La luz había tardado tres días en volver, porque todos los cables estaban dañados. Cuando fuimos al pueblo a comprar comestibles, los árboles parecían haber sido arrancados de raíz, y yacían en el costado del camino.

Aquello no era nada comparado a lo que nos enfrentábamos ahora.

Nos subimos rápidamente a los alterados posti para emprender la retirada. El agua caía del cielo a raudales, y la niebla, producto del contacto de la gélida lluvia con la cálida tierra, no nos dejaba ver más de un metro por delante de nosotros. Musité una plegaria para no estamparme contra un árbol; aun así, las ramas me raspaban los brazos y las piernas. No hablábamos, pues sabíamos que el ruido de los rayos ahogaría cualquier palabra que saliera de nuestros labios. No sé cuánto tiempo continuamos de esta manera, avanzando ciegos.

La imagen del hechicero se hizo presente en mi mente. Por alguna razón, el rey Sivan no quería que lleguemos a destino; era obvio, los magos pertenecían al reino Este, así que el monarca debía estar detrás de todo esto.

La lluvia continuó cayendo lo que me parecieron años. La sentía como piedras sobre mis hombros. Kalen formuló un hechizo que nos "impermeabilizaba" del agua, y con eso por lo menos pudimos ver.

Pero este no duró mucho tiempo. Esta vez fue él quien se cayó de su montura, agotado por haber mantenido la magia. Hice un esfuerzo por detener a Mendigo, pero no pude evitar que el otro animal emprendiera una desenfrenada carrera para alejarse. Perfecto.

Un rayo impactó peligrosamente cerca de nosotros, proyectando un resplandor rojizo y plateado, lo que hizo que se me pusieran los pelos de punta. Protegí a tiempo mis orejas, pero el ruido del mismo me tapó los oídos. Esperé no quedarme sorda.

La fuerza de impacto del rayo hizo que me resbalara en el barro antes de llegar al lugar donde Kalen había caído, y no tuve fuerzas para volver a levantarme. Me volteé de espaldas para mirar hacia el cielo, con el agua corriendo a raudales por la cara. Si ese era el modo en que Sivan pensaba detener al Oráculo, estaba muy equivocado. Ya lo había decidido: llegaría con el rey Ezran costase lo que costase.

Ese momento de determinación se vio acompañado por el repentino e inexplicable final de la tempestad. El viento cesó y las nubes comenzaron a desplazarse de un modo antinatural. Solo continúo un breve diluvio. Mi visión se fue aclarando hasta que conseguí ver el desastre que tenía lugar a nuestro alrededor. Algunos árboles habían sido arrancados completamente de sus sitios, y un fino manto de agua cubría de manera irregular el suelo.

Comprobé que no había perdido la audición ya que podía oír los gritos de la gente del pueblo de Suz, al que al parecer la tormenta también había alcanzado.

Me levanté lentamente y Mendigo se aproximó hacia mí. Este animal se había ganado un espacio en mi corazón. Kalen se encontraba ya sentado, con la cabeza entre las rodillas, y respiraba pesadamente. Levantó la mirada al escucharme, y pude ver que estaba lleno de barro y raspones.

—Linda tormenta, ¿no?

Se detuvo abruptamente al escuchar las voces provenientes del pueblo, y su cara mostró una expresión preocupada. Le conté entonces mi hipótesis acerca del hechicero y el rey Sivan.

—En este momento, Sivan encabeza mi lista de personas menos favorita—asentí-—. Otro motivo para llegar más rápido al palacio. ¿Qué le pasó a mí...?

—Se fue cuando te caíste, no pude pararlo.

Suspiró y se subió a Mendigo, tendiéndome la mano para que subiera detrás de él. Hice una mueca cuando nuestras manos lastimadas de encontraron, pero mantuve la boca cerrada. Había tenido bastante suerte.

Los Reinos de Aden: Oráculo © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora