Capítulo VI

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 Llegamos a las puertas de los muros que rodeaban el castillo, donde estaban apostados dos corpulentos guardias. Vestían uniformes negros con el escudo del reino Oeste, y sus ojos nos siguieron mientras nos acercábamos a ellos.

—Tenemos audiencia con el rey Ezran—dijo Kalen, algo impaciente.

—Nuestras órdenes son no dejar entrar a nadie sin la confirmación del ministro de seguridad. Deben esperar a que mi compañero le informe—respondió, impasible.

Kalen, molesto, susurró algo al oído del hombre, y su expresión cambió automáticamente al desconcierto. Dirigió su mirada hacia mí, y pude notar el miedo en ella. Ahora me tenían miedo, genial. Bajaron las armas y nos abrieron las puertas.

Me quedé atontada. Una especie de Edén nos esperaba del otro lado; flores, árboles frutales y arbustos adornaban los márgenes del camino de piedra que llevaba a la entrada del palacio.

El castillo de Sans- Souci vino a mi mente, donde había vivió su vida el Príncipe Feliz, en una historia de Oscar Wilde, uno de mis escritores predilectos; este estaba ubicado a las afueras de la ciudad y tenía un perfecto jardín. Pero no fue eso lo que me llamo la atención; el Príncipe había vivido cegado por esta belleza, y al morir, se llenó de tristeza al contemplar el mundo real por primera vez. A mí me estaba ocurriendo junto lo contrario. ¿Cómo era posible que existiera algo tan espectacular, y a la vez tanta miseria y sufrimiento? ¿Cómo podían coexistir las dos cosas? Aunque esto no ocurría solo en este mundo.

Deseé poder enviarle una foto a Anna, y lo hubiera hecho de no ser porque: a) no había cámaras fotográficas o celulares y b) no había conexión wi-fi.

Kalen ya se estaba adelantando, pero lo que aceleré mi ritmo y lo alcancé.

—¿Qué les dijiste? — me miró, interrogante—. A los guardias.

—Ah, eso. Que eras el Oráculo le les podías voltear la cabeza si te enojabas.

— ¿De verdad puedo hacer eso?

—No, pero de ser así nos ahorraría muchos problemas. Y nos hubieran hecho esperar mucho tiempo.

—Ah—contesté, tal vez algo desilusionada.

Me tomé un momento para contemplar los extraordinarios dibujos de la gran puerta del castillo, color caoba. También mostraba el escudo del reino: una rosa atravesada por una espada, y rodeada por una constelación de seis estrellas.

—¿Qué significa? — dije señalándolo.

—¿El escudo? — asentí—. La rosa representaría la belleza del reino, traspasada por una espada que simboliza la guerra con el reino Este.

—La rosas siempre me parecieron muy pretensiones.

—¿Y eso por qué?

—No sé, pero la gente siempre regala rosas. ¿Y por qué tiene que ser una rosa la "belleza"? ¿Por qué no una margarita?

Las puertas se abrieron de par en par. Un hombre delgado y alto, con una túnica negra, apareció frente a nosotros. Era calvo, pero tenía unas pobladas cejas oscuras, por encima de sus ojos casi negros. Me miró de arriba abajo; debía tener una pinta horrible después de días de viaje.

—Supongo, señorita, usted será...

—Soy Arleen Hale—quería gritar "¡¿Tengo nombre, saben?!" —vengo a una audiencia con el rey— Kalen me dio un codazo para que me mantuviera callada.

—Yo soy el consejero de su Majestad—hizo una mueca de disgusto—. Creo que sería mejor que se pusiera ropa limpia antes.

No me había percatado de la presencia de la joven hasta que esta se aproximó a nosotros y me hizo señas para que la siguiera. Mire a Kalen, que me sonrió por primera vez en tres días para alentarme a continuar. Tomé aire y seguí a la chica a través de los enormes pasillos.

Los Reinos de Aden: Oráculo © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora