XII

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EL MENSAJERO DEL CREPÚSCULO
Mientras la sangre de los Aunay se secaba sobre la amarilla tierra de la plaza de Martroy, donde durante varios días acudieron los perros a husmear, Maubuisson se recobraba lentamente de la pesadilla.
Los tres hijos del rey no se dejaron ver en todo el día. Nadie fue a visitarlos, aparte de los gentiles-hombres destinados a su servicio.
Mahaut había intentado, en vano, que la recibiera Felipe el Hermoso. Nogaret le declaró que el rey trabajaba y que deseaba no ser molestado. “Es él, ese dogo, pensaba Mahaut, quien lo ha tramado todo y ahora me impide poder llegar hasta su amo.”
Todo confirmaba a la condesa en la idea de que el guardasellos era el principal artífice de la pérdida de sus hijas y de su desgracia personal.
-Quedaos con Dios, messire de Nogaret. Que él se apiade de vos – le dijo en son de amenaza, antes de subir a la litera para marchar a París.
Otras pasiones e intereses agitaban a Maubuisson. Los familiares de las princesas confinadas trataban de anudar otra vez los hilos invisibles del poder y de la intriga, aunque fuese renegado de las amistades que la víspera les enorgullecían. Las agujas del miedo, de la vanidad y de la ambición se ponían en movimiento para tejer, sobre nuevo cañamazo, la tela brutalmente desgarrada.
Roberto de Artois tuvo la habilidad de no airear su triunfo; esperaba recoger los frutos. Pero ya se desplazaban hacia él los miramientos que antes se dirigían al clan de Borgoña.
Por la noche fue invitado a la cena del rey, y en eso se vio que volvía a gozar del favor real.
Cena frugal, de duelo casi, a la que asistieron solamente los hermanos del rey, su hija, Marigny, Nogaret y Bouville. Era agobiador el silencio en la sala larga y estrecha donde fue servida. Incluso Carlos de Valois callaba; y el lebrel Lombardo, como si intuyera la pesadumbre d los comensales, se había alejado de los pies de su amo para ir a tenderse delante de la chimenea.
Roberto de Artois procuraba insistentemente encontrar los ojos de Isabel; pero Isabel demostraba la misma insistencia en rehuirlo. Habiendo fustigado, juntos, pasiones culpables, no quería dar a su gigante primo, muestra alguna de ser accesible a las mismas tentaciones. No aceptaba más complicidad que la de la justicia.
“El amor no está hecho para mí, se decía ella, me tengo que resignar.” Pero le faltaba confesarse a sí misma que se resignaba mal.
En el momento en que, entre servicio y servicio, los escuderos cambiaban las rebanadas de pan, entró lady Mortimer trayendo en brazos al pequeño príncipe Eduardo, para que éste diera a su madre el beso de las buenas noches.
-Señora de Joinville – dijo el rey llamando a lady Mortimer por su nombre de soltera -: traedme a mi único nieto.
Los asistentes notaron la manera como pronunció la palabra “único”. Tomó al niño en sus brazos y lo contempló durante largo rato, estudiando la carita inocente, sonrosada y redonda de graciosos hoyuelos.
¿De quién se mostraría hijo en los rasgos y en el carácter? ¿De su tornadizo padre, sugestionable y depravado, o de su madre, Isabel? “Por el honor de mi sangre, pensaba el rey, desearía que fueses semejante a ella; pero para dicha de Francia, ¡haga el cielo que seas solamente hijo de tu débil padre!” Porque la cuestión sucesoria se le presentaba perentoriamente. ¿Qué pasaría si un príncipe de Inglaterra tenía un día oportunidad de reclamar el trono de Francia?
-Eduardo, sonreíd a vuestro señor abuelo – dijo Isabel.
El bebé no parecía sentir miedo alguno de la mirada real. De pronto, alargando su manita, la hundió en los cabellos dorados del monarca y tiró de un mechón rizado.
Felipe el Hermoso sonrió. Los comensales lanzaron un suspiro de alivio; todos se apresuraron a soltar la risa, u por fin osaron hablar.
Concluida la comida, el rey despidió a todo el mundo con excepción de Marigny y de Nogaret fue a sentase junto a la chimenea, y permaneció callado largo rato. Sus consejeros respetaron su silencio.
-Los perros son criaturas de Dios; pero ¿tienen conocimiento de Dios? – preguntó súbitamente.
-Sire – respondió Nogaret -, sabemos mucho acerca de los hombres, puesto que también nosotros lo somos; pero muy poco, del resto de la naturaleza.
Felipe el Hermoso calló de nuevo, procurando arrancar el secreto de los ojos leonados cercados de rojo del gran lebrel echado delante de él con el hocico entre las patas. El perro movía a veces los párpados; el rey, no. Como acaece con frecuencia e los hombres poderosos, después que han tomado trágicas responsabilidades, el rey Felipe meditaba acerca de los problemas misteriosos y vagos, buscando la certeza de un orden donde se inscribieran si error su vida y sus actos. Por fin se volvió y dijo:
-Enguerrando, creo que hemos obrado bien. Mas, ¿adónde va el reino? Mis hijos no tienen herederos. Marigny respondió:
-Los tendrán si vuelven a tomar mujer, Sire... Ante Dios ya la tienen.
-Dios puede borrar... – dijo Marigny.
-Dios no obedece a los señores de la tierra.
-El Papa puede liberarlos – dijo Marigny.
La mirada del rey se volvió entonces hacia Nogaret.
-El adulterio no es motivo de anulación de matrimonio – dijo en seguida el guardasellos.
-No obstante no nos queda otro recurso – dijo Felipe el Hermoso -. Y no debo tener en cuenta la ley común, así esté ella en manos del Papa. Un rey puede morir en el momento menos pensado. No puedo esperar posibles viudedades para asegurar la sucesión real. Nogaret alzó su mano grande, delgada y chata.
-Entonces, Sire – dijo -, ¿por qué no habéis hecho ejecutar a vuestras nueras, dos al menos?
-LO hubiera hecho, desde luego – respondió fríamente el rey – si con ellos no me hubiera enajenado, evidentemente, la voluntad de las dos Borgoñas. La sucesión del trono es, ciertamente importante, pero la unidad del reino no lo es menos.
Marigny manifestó su aprobación con la cabeza, silenciosamente.
-Messire Guillermo – prosiguió el rey -, iréis, pues, al Papa Clemente, y deberéis convencerle de que el matrimonio de un rey no es lo mismo que el de un hombre ordinario. Mi hijo Luis es mi sucesor; él debe ser el primer desligado.
-Pondré en ello todo mi celo, Sire – respondió Nogaret – pero no dudéis de que la duquesa de Borgoña hará todo lo posible para obstaculizar ante el Santo Padre.
Se oyó galopar en las cercanías del castillo, después el rechinar de las barras y los herrajes de la puerta principal. Marigny, acercándose a la ventana, dijo:
-El Santo Padre nos debe demasiado, y ante todo la tiara, para no escuchar nuestras razones. El derecho canónico ofrece bastantes motivos...
Los cascos del caballo sonaron sobre los adoquines del patio.
-Un mensajero, Sire – dijo Marigny -. Parece haber recorrido un largo camino.
-¿De quién es? – dijo el rey.
-No lo sé, no distingo sus armas... (Los correos encargados de los mensajes oficiales se llamaban ‘chevaucheurs’. Los príncipes soberanos, los papas, los grandes señores y los principales dignatarios civiles o eclesiásticos, todos tenían sus propios correos que llevaban el traje con sus armas. Los correos reales tenían el derecho de prioridad de requisición para procurarse caballos de refresco en el curso de su misión. Estos mensajeros podían hacer, relevándose, jornadas de cien kilómetros.) Convendría también – continuó Marigny – amonestar a monseñor Luis, no vaya a estropear su propio asunto, por cualquier rareza de carácter.
-Yo me ocuparé de eso, Enguerrando – dijo el rey. En este momento entró Hugo de Bouville.
-Sire, un mensajero de Carpentras, y pide ser recibido por vos mismo.
-Que pase.
-Correo del Papa – dijo Nogaret.
La coincidencia no tenía que sorprenderlos. Entre la Santa Sede y la corte la correspondencia era frecuente, casi diaria.
El mensajero, mozo alto, fornido y ancho de espaldas, de unos veinticinco años, venía cubierto de polvo y barro. La cruz y la llave, primorosamente bordadas sobre la cota de amarillo y negro, indicaban un servidor del papado. Sostenía en la mano izquierda su chapeo y el bastón insignia de su cargo. Avanzó hacia el rey, hincó la rodilla en tierra, y desató de su cintura la caja de ébano y plata que contenía el mensaje.
-Sire –dijo -, el Papa Clemente ha muerto.
Los asistentes se sobresaltaron por igual. El rey y Nogaret principalmente. Se miraron y palidecieron. El rey abrió la caja de ébano, sacó la carta y rompió el sello que era del cardenal Arnaldo de Auch. Leyó atentamente, como para asegurarse de la veracidad de la noticia.
-El Papa hechura nuestra pertenece ya a Dios – murmuró tendiendo el pergamino a Marigny.
-¿Cuándo sucedió? – preguntó Nogaret.
-Hace seis días – respondió Marigní - . la noche del 19 al 20.
-Un mes después – dijo el rey.
-Sí, Sire, un mes después... – recalcó Nogaret.
Habían hecho a la vez el mismo cálculo. El 18 de marzo, el gran maestre de los Templarios le había gritado, entre las llamas: “Papa Clemente, caballero Guillermo, rey Felipe, antes de un año os emplazo ante el tribunal de Dios...” Y he aquí que el primero ya estaba muerto.
-Dime – prosiguió el rey dirigiéndose al mensajero e indicándole que se levantara -, ¿cómo murió nuestro Santo Padre?
-Sire, el Papa Clemente estaba con su sobrino, messire de Got, en Carpentras, cuando fue acometido por fiebres y angustias. Entonces dijo que quería volver a Guyena, para morir donde había nacido, en Villandraut; pero no pudo hacer más que la primera jornada y se tuvo que quedar en Roquemaure, cerca de Chäteauneuf. Los físicos lo probaron todo para curarlo, hasta le hicieron comer esmeraldas trituradas, que, al parecer, es el mejor remedio para el mal que padecía. Pero de nada sirvió. Le sobrevino un ahogo. Los cardenales estaban a su alrededor. No sé más. – Y se cayó.
-Vete – le dijo el rey.
Salió el mensajero. En la sala no se oía más que el susurro de la respiración del gran lebrel que dormía ante el fuego. El rey y Nogaret no osaban mirarse.
“¡Será posible, verdaderamente – pensaban -, que estemos maldecidos...? Y ahora la palidez del rey era impresionante, y bajo su amplia veste real, su cuerpo tenía la helada rigidez de los yacentes.

Los Reyes Malditos I - El rey de hierro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora