VI

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LA ARUTA DE CLERMONT
Veinte días después. La pequeña villa de Clermont-de-l’Oise era centro de una extraordinaria animación. Desde el castillo hasta las puertas de la ciudad, desde la iglesia al presbostazgo, la gente se empujaba por las calles y tabernas con alegre rumor. Todas las ventanas lucían las colgaduras de las procesiones. Porque los pregoneros habían anunciado toda la mañana, que monseñor Felipe, conde de Poitiers, segundo hijo del rey, y su tío, monseñor de Valois, vendrían para recibir, en nombre del soberano, a su hermana y sobrina la reina Isabel de Inglaterra.
Esta, que había desembarcado tres días antes en tierra de Francia, hacía su camino a través de Picardía. Había salido de Amiens aquella mañana y, si todo andaba bien llegaría a Clermont hacia media tarde. Dormiría allí y al día siguiente, sumada su escolta de Inglaterra a la de Francia, iría a Pontoise, donde su padre, Felipe el Hermoso, la aguardaba en el castillo de Maubuisson.
Poco antes de vísperas, prevenidos de la pronta llegada de los príncipes franceses, el preboste y el capitán de la villa salieron por la Puerta de París para presentarles las llaves. Felipe de Poitiers y Carlos de Valois, cabalgando a la cabeza de la comitiva, recibieron la bienvenida y entraron en Clermont.
Tras ellos avanzaban más de cien gentileshombres, escuderos, lacayos y soldados, cuyos caballos levantaban una gran polvareda.
Una cabeza descollaba sobre todas las demás: la del colosal Roberto de Artois. A caballero gigante, cabalgadura gigante. Este colosal señor, montado sobre un enorme percherón tordillo, con sus botas y capa rojas y cota de malla de seda roja atraía poderosamente las miradas. En tanto que muchos caballeros mostraban huellas de fatiga, él se mantenía erguido en su silla de montar, como si acabara de emprender la marcha. En realidad, desde la salida de Pontoise, Roberto de Artois se sostenía fresco y lozano gracias a la aguda sensación de venganza. Era el único que conocía el verdadero motivo del viaje de la reina de Inglaterra; el único que sabía el futuro desarrollo de los acontecimientos. Y de ello extraía, por adelantado, un placer violento y secreto.
Durante todo el trayecto no había cesado de vigilar a Gualterio y a Felipe de Aunay, que formaban parte del cortejo, el primero como escudero de la casa de Poitiers, el otro como escudero de Carlos deValois. Los dos jóvenes estaban encantados con el viaje y con la pompa real. En su afán de brillar, habían colgado da la cintura de sus atavíos de gala, con toda inocencia y vanidad, las bellas escarcelas, obsequio de sus amantes. Cada vez que miraba esas limosneras, Roberto de Artois sentía en su pecho los embates de una alegría cruel; y apenas podía contener su risa.
“Vamos, hermosos patitos, mis queridos majaderos”, se decía, “sonreíd pensando en los hermosos senos de vuestras queridas, no dejéis de pensar en ellos, pues a buen seguro que no volveréis a tocarlos. Respirad el aira de este día, pues no creo que gocéis de muchos más”.
Al mismo tiempo, jugueteando con su presa como un tigre feroz que escondiera sus uñas, saludaba a los hermanos Aunay con gesto cordial y les dirigía sus chanzas en alta voz. Desde que los había salvado del falso asalto de la torre de Nesle, los dos le demostraban amistad, pues se consideraban sus deudores.
Cuando el cortejo se detuvo, invitaron a Roberto a beber en su compañía una jarra de vino en la bodega de una posada.
.Por vuestros amores – brindó, levantando su cubilete -, y conservad bien el sabor de este vinillo.
Por la calle principal circulaba una densa multitud que dificultaba el avance de los caballos. La brisa agitaba suavemente las multicolores colgaduras que adornaban las ventanas. Un mensajero, llegado al galope, anunció que el cortejo de la reina de Inglaterra estaba a la vista; en seguida se produjo un gran alboroto.
.Reunid a nuestra gente – ordenó Felipe de Poitiers a Gualterio de Aunay. Luego, volviéndose a Carlos de Valois:
-Hemos llegado a tiempo, tío mío – le dijo.
Carlos de Valois, vestido completamente de azul, un tanto congestionado por la fatiga, se contentó con inclinar la cabeza. De buena gana hubiera renunciado a aquella cabalgadura, que le había puesto de mal humor. El cortejo avanzaba por la ruta de Amiens.
Roberto de Artois se adelantó y se puso a la altura de Valois. Aunque desposeído de su patrimonio de Artois, no dejaba de ser primo del rey y su lugar estaba en el rango de las primeras coronas de Francia. Mirando la mano de Felipe de Poitiers cerrada sobre las riendas de su negro caballo, Roberto pensaba: “Por ti, mi flaco primo, para darte el Franco-Condado, me quitaron mi Artois. Pero antes de que concluya el día de mañana recibirás una herida de la cual no se recobra fácilmente el honor ni la fortuna de un hombre”.
Felipe, conde de Poitiers y marido de Juana de Borgoña, tenía veintiún años. Por su físico y por su manera de ser se diferenciaba del resto de la familia real. No era hermoso y dominador como su padre, no obeso e impetuoso como su tío. Salió a su madre: delgado de cuerpo y de rostro, de alta talla y miembros extrañamente largos, tenía gestos siempre mesurados, voz precisa, un tanto seca; todo en él, la sencillez de los vestidos, la medida cortesía de sus frases, indicaba una naturaleza reflexiva, decidida, en la que la cabeza triunfaba sobre los impulsos del corazón. Representaba en el reino una fuerza con la cual era preciso contar.
Ambos cortejos se encontraron a una legua de Clermont. Cuatro heraldos de la casa de Francia agrupados en medio del camino elevaron sus largas trompetas, y lanzaron graves sonidos. Los ingleses respondieron con otros instrumentos parecidos, pero de una tonalidad más aguda. Se adelantaron los príncipes, y la reina Isabel, menuda y erguida sobre su jaca blanca, recibió la breve bienvenida de boca de su hermano, Felipe de Poitiers. Después, Carlos de Valois vino a besar la mano de su sobrina. Cuando le llegó el turno al conde de Artois, éste saludó a su prima con gran inclinación de cabeza y con una mirada supo darle a entender que no había obstáculos en el desarrollo de sus maquinaciones.
Mientras intercambiaban cumplidos, preguntas y noticias, las dos escoltas aguardaban y se observaban. Los caballeros franceses juzgaban los trajes de los ingleses; estos, inmóviles y dignos y con el sol dándoles en los ojos, llevaban orgullosamente sobre la pechera las armas de Inglaterra. Aunque la mayoría franceses de origen y de nombre, se les veía preocupados por hacer un buen papel en tierra extraña. (Desde finales del siglo XI, con el establecimiento de la dinastía normanda, la nobleza de Inglaterra era, en su mayor parte, de origen francés. Constituida en un principio por los barones normandos compañeros de Guillermo el Conquistador, y renovada después por los Angevinos y Aquitanios de los Plantagenet, esta aristocracia conservó la lengua y costumbres de origen.
En el siglo XIV, el francés seguía siendo el idioma habitual de la corte, así lo atestigua el : Honni soit qui mal y pense pronunciado por el rey Eduardo III en Calais, al atar la liga de la condesa de Salsbury; dicho que se convirtió en la divisa de lo orden de la Jarretera.
La correspondencia de los reyes se redactaba en francés, y muchos señores ingleses tenían entonces, feudos en los dos países.
Hacemos notar, en este punto de nuestro relato, que el rey Eduardo II vino a Francia dos veces en sus primeros dos años de vida. En el primer viaje, el año 1313, estuvo a punto de morir asfixiado en la cuna por el humo de un incendio que se produjo en Maubuisson. Nosotros relatamos aquí el segundo, efectuado sólo con su madre.)
De la gran litera pintada de azul y oro que seguía a la reina se elevó la voz de un niño.
-Hermana mía – dijo Felipe de Poitiers -, ¿habéis traído, pues, de nuevo a nuestro sobrino? ¿No es muy duro para una personita tan joven?
-Me guardaría de dejarlo en Londres sin mí – respondió Isabel.
Felipe de Poitiers y Carlos de Valois le preguntaron por el objeto de su venida. Ella contestó simplemente que quería ver a su padre, y ambos comprendieron que nada más sabrían, por el momento.
Isabel, algo fatigada del viaje descendió de la jaca y se instaló en la gran litera portada por dos mulas con arneses de terciopelo. Ambas escoltas reanudaron la marcha hacia Clermont.
Aprovechando que Poitiers y Valois cabalgaban a la cabeza del cortejo, Roberto de Artois colocó su caballo a la par de la litera.
-Estáis más bella cada vez que os veo, prima mía – dijo.
-No mintáis. No puedo estar más bella, después de una semana de camino y de polvo – respondió la reina.
-Cuando se os ha amado en el recuerdo, durante largas semanas, sólo se ven vuestros ojos y no el polvo.
Isabel se hundió en los cojines. De nuevo se sentía presa de aquella singular flaqueza que la había dominado en Westminster, frente a Roberto. “¿Será verdad que me ama?”, pensaba, “¿o bien me dirige simplemente sus cumplido a como lo hará con cualquier otra mujer?” Por entre las cortinas de la litera veía, al costado del caballo tordillo, la inmensa bota roja y la espuela de oro del conde de Artois. Veía el muslo del gigante cuyos músculos se destacaban bajo la tela, y se preguntaba si cada vez que se hallaba frente a aquel hombre, experimentaría la misma turbación, el mismo deseo de abandono. Hizo un esfuerzo por dominarse. No estaba allí para pensar en sí misma.
-Primo mío – dijo -, aprovechemos el momento en que podemos hablar y ponedme rápidamente al corriente de lo que tenéis que decirme.
En pocas palabras y fingiendo que le comentaba el paisaje, él le contó lo que sabía y lo que había hecho, la vigilancia de que había rodeado a las princesas reales, el asalto cerca de la torre de Nesle.
.¿Quiénes son esos hombres que así deshonran a la corona de Francia? – preguntó Isabel.
-Cabalgan a poca distancia de vos. Forman parte de la escolta que os sigue.
Le informó brevemente sobre los hermanos de Aunay, sobre sus feudos, su parentela y sus alianzas.
-Quiero verlos – dijo Isabel.
Roberto llamó a los hermanos a grandes voces.
-¡La reina se ha fijado en vosotros! – les dijo, haciéndoles un guiño. Las caras de los Aunay irradiaron orgullo y placer.
El gigante los acercó a la litera como si quisiera hacer la fortuna de ambos, y en tanto que los mozos saludaban con una reverencia. Bajando la cabeza hasta el cuello de sus cabalgaduras, dijo con fingida cordialidad:
-señora, ved aquí a Gualterio y a Felipe de Aunay, los más leales escuderos de vuestro hermano y vuestro tío. Les recomiendo a vuestra benevolencia. E cierto modo son mis protegidos.
Isabel examinó fríamente a los dos hermanos, y se preguntó qué tenían en su cara o en su persona que hubiera podido desviar de su deber a hijas de rey. Eran apuestos, no cabía duda, pero la belleza masculina incomodaba un poco a Isabel. De pronto vio las escaleras en la cintura de Isabel. De pronto vio las escarcelas en la cintura de los dos caballeros y su mirada fue de ellas a los ojos de Roberto. Este le sonrió brevemente. Ya podía volver a la sombra. No necesitaba hacer el desagradable papel de delator ante la corte. “Buen trabajo, Roberto, buen trabajo”, se decía.
Los hermanos Aunay, con la cabeza llena de ensueños, regresaron a su puesto en la comitiva.
Con las campanas al vuelo de todas las iglesias de Clermont, de todas las capillas, de todos los conventos, subían de la pequeña villa llena de alegría, prolongados clamores de bienvenida dirigidos a la hermosa reina de veintidós años, que traía a la corte de Francia la más inesperada desdicha.

Los Reyes Malditos I - El rey de hierro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora