IV

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EL CREDITO
A pesar de la cortesía de Albizzi, que lo invitó a permanecer en Londres varios días, Guccio partió a la mañana siguiente muy temprano, bastante irritado consigo mismo. No obstante, había cumplido perfectamente su misión, y por este lado sólo elogios merecía. Pero no se perdonaba, como libre ciudadano de Siena que era y, por tanto, igual a cualquier gentilhombre de esta tierra, haberse dejado impresionar por la presencia de una reina. Pues era inútil engañarse: nunca podría negarse a sí mismo que le había faltado la palabra, al verse frente a la reina de Inglaterra, la cual ni siquiera lo había honrado con una sonrisa. “¡Al fin y al cabo es una mujer como todas! ¿Por qué he temblado?”, se decía enfadado. Mas cuando se decía esto, estaba ya lejos de Westminster.
No habiendo encontrado compañero como a la ida, hacía solitario su camino, remachando su despecho. Tal estado de ánimo no lo abandonó durante todo el viaje de retorno y fue exasperándolo a medida que pasaban las leguas.
Porque no tuvo en la corte de Inglaterra la acogida esperada, porque por su linda cara no le habían rendido honores de príncipe, cuando pisó tierra de Francia se había formado la opinión de que los ingleses eran una nación bárbara. En cuanto a la reina Isabel, si era desdichada, si su marido se mofaba de ella, bien merecido lo tenía. “¡Valla! ¡Uno atraviesa el mar, arriesga su vida, y se lo agradecen menos que si fuera lacayo! Esa gente ha aprendido a darse grandes ínfulas, pero no tienen sentimientos y desprecian la mejor dedicación. No deben sorprenderse si son tan mal queridos y tan bien traicionados.”
La juventud no renuncia fácilmente a sus ansias de grandeza. Por las mismas rutas que por las que la semana anterior se creía ya embajador y amante real, Guccio se decía rabiosamente: “Ya me vengaré.” Con quién y cómo no lo sabía aún, mas necesitaba desquitarse.
Y en primer lugar, puesto que el destino y el desdén de los reyes querían que fuese un banquero lombardo, demostraría serlo como rara vez se había visto. Un banquero poderoso, audaz y retorcido, un prestamista despiadado. ¿Su tío le había encargado que pasara por la factoría de Neauphle-le-Vieux para cobrar un crédito? ¡Pues bien! No sospechaban los deudores la tormenta que se les venía encima.
Tomando por Pontoise para desviarse a través de la Isla-de-Francia, Guccio llegó a Neauphle el día de san Hugo.
La factoría de Tolomei estaba en una casa contigua a la iglesia, en la plaza de la ciudad. Guccio entró como dueño, se hizo mostrar los libros de registro y amonestó a todo el mundo. ¿Para qué servía el factor principal? ¿Sería acaso que él, Guccio Baglione, el propio sobrino del director de la “compañía”, tuviera que molestarse por cada crédito o dificultad? Ante todo, ¿quiénes eran esos castellanos de Cressay, deudores de trescientas libras? Se le informó: el padre había muerto. Sí, eso Guccio lo sabía. ¿Y luego? Tenía dos hijos de veinte y veintidós años. ¿Qué hacían? Cazaban... Evidentemente, unos holgazanes. Había también una hija de dieciséis años... Seguramente fea. Decidio Guccio... Y luego la madre, que dirigía la casa desde la muerta del señor de Cressay. Gentes de buena cuna, pero arruinadas por completo. ¿Cuánto valían el castillo y las tierras? Entre ochocientas y novecientas libras. Poseían un molino y una treintena de siervos.
-¿Y con esto no conseguís hacerlos pagar? – exclamó Guccio -. ¡Ya veréis si conmigo dura mucho esta situación! ¿Cómo se llama el preboste de Montfort? (Los prebostes eran funcionarios reales que acumulaban funciones repartidas hoy entre los prefectos, jefes de subdivisiones militares, comisarios de distrito, agentes del Tesoro, del fisco y del registro. No hace falta decir que no eran queridos. Pero ya entonces, en algunas regiones, compartían sus atribuciones con los recaudadores de impuestos.)
¿Portefruit? Bien. ¡Si para esta tarde no han pagado, voy en busca del preboste y los hago embargar! ¡Eso es! Montó de nuevo a caballo y partió al trote hacia Crassay, como si fuera a conquistar, él solo, una plaza fuerte. “Mi oro o el embargo... mi oro o el embargo”, se repetía. “Tendrán que encomendarse a Dios o a sus santos”. Cressay, a una media legua de Neauphle, era una aldea construida en un costado del valle, al borde del Mauldre, arroyo que puede saltarse de un salto de caballo.
El castillo que Guccio divisó no era, en realidad, más que una casa solariega bastante deteriorada, sin foso, puesto que el arroyo le servía de defensa, con torres bajas y aledaños fangosos. La pobreza y la mala conservación eran evidentes. Los techos se desplomaban en muchas partes; el palomar parecía desguarnecido; los muros, llenos de musgo, tenían grietas y en los bosques cercanos los profundos claros dejaban adivinar abundantes talas.
“Peor para ellos. Mi oro o el embargo”, se repetía Guccio al flanquear la puerta.
Pero alguien había tenido la misma idea antes que él, y ése era precisamente el preboste Portefruit.
Había un gran trajín en el patio. Tres guardias reales, esgrimiendo el bastón de la flor de lis, enloquecían con sus órdenes a algunos siervos harapientos y los obligaban a reunir el ganado, a juntar los bueyes y a traer del molino los sacos de grano que eran arrojados dentro del carro de la alcaldía. Los gritos de los guardias, las corridas de los aterrorizados labriegos, los balidos de unas veinte ovejas, los cacareos de las aves de corral, producían una magnífica batahola.
Nadie se ocupó de Guccio; nadie acudió a sujetar su caballo, cuya brida él mismo ató a una anilla. Un viejo campesino, le dijo simplemente:
-La desgracia ha caído sobre esta casa. Si el amo estuviera presente, reventaría por segunda vez. ¡No hay justicia!
La puerta de la mansión estaba abierta y por ella salían los gritos de una violenta discusión.
“Parece que llego en mal día”, pensó Guccio, cuyo mal humor se acrecentaba.
Subió las gradas del pórtico y, guiándose por las voces, penetró en una sala larga y oscura con muros de piedra y techo de vigas.
Una jovencita, a quien no se tomó el trabajo de mirar, le salió al encuentro.
-Vengo por negocios y quisiera hablar con la señora de Cressay – dijo él.
-Soy María de Cressay. Mis hermanos están ahí y mi madre también – respondió la jovencita con voz titubeante, indicando el fondo de la estancia
-. Pero ahora están muy ocupados...
-No importa, aguardaré – dijo Guccio.
Y para afirmar su decisión, se plantó delante de la chimenea y aproximó su bota al fuego, a pesar de que no sentía frío.
En el otro extremo de la sala se agitaba de firme. Entre sus dos hijos, barbudo uno, lampiño el otro, altos y coloradotes ambos, la señora de Cressay se forzaba por hacer frente a un cuarto personaje, a quien Guccio reconoció en seguida como el preboste Portefruit en persona.
La señora de Cressay, doña Eliabel para todos los del lugar, tenía ojos brillantes, pecho amplio y llevaba sus cuarentena de abundantes carnes muy bien enfundadas en sus vestidos de viuda. (El uniforme de viuda de la nobleza, muy parecido al de las religiosas, constaba de una larga veste negra, sin adornos ni joyas, de una toca blanca que cogía cuello y mentón y de un velo blanco sobre los cabellos.)
-Señor preboste – gritaba -, mi esposo se endeudó en la guerra del rey, donde ganó más magullones que provecho, en tanto que la propiedad, sin hombre, andaba a la buena de Dios. Hemos pagado siempre nuestros tributos y ayudado a la iglesia. Decidme, ¿uién hizo más en toda la comarca? ¡Y todo para engordad a gentes de vuestra laya, messire Portefruit, cuyos abuelos andaban descalzos por estos contornos, y para eso venís a saquearnos!
Guccio miró en torno. Algunas banquetas rústicas, dos sillas de respaldo, bancos pegados a los muros, cofres y un gran camastro con cortina que dejaba entrever el colchón de paja, constituían el moblaje. Encima de la chimenea pendía un viejo escudo descolorido, sin duda la enseña de guerra del señor de Cressay.
-Me quejaré al conde de Dreux – proseguía diciendo doña Eliabel.
-El conde de Dreux no es el rey y yo cumplo órdenes reales – respondió el preboste.
-No os creo, señor preboste. No creo que el rey ordene que se trate como a malhechores a quienes poseen título de caballería hace doscientos años. ¿O quizás las cosas no andan bien en el reino?
-¡Por lo menos dadnos tiempo! – dijo el hijo barbudo -. Pagaremos mediante pequeñas sumas.
-Terminemos esta discusión. Os he concedido tiempo suficiente, y no habéis pagado – interrumpió el preboste.
Tenía brazos cortos, cara redonda y voz cortante.
-Mi labor no consiste en escuchar vuestras quejas, sino en reembolsar las deudas – prosiguió diciendo -. Debéis aún el Tesoro trescientas treinta libras. Si no las tenéis, tanto peor. Cojo y vendo.
Guccio pensó: “Este hombre habla con el mismo lenguaje que yo me disponía a usar. Cuando haya cumplido con su misión no quedará nada. Decididamente ha sido un mal viaje. ¿No sería mejor intervenir enseguida?
Le ponía de mal humor ver al preboste llegado en mala hora, que le ganaba por la mano.
La jovencita que había salido a recibirlo no estaba lejos de allí. La miró mejor. Era rubia, con hermosos cabellos ondulados que le salían de la cofia, de tez luminosa, grandes ojos oscuros y cuerpo fino, esbelto, bien formado. Guccio tuvo que reconocer que la había juzgado precipitadamente.
María de Cressay, por su parte, parecía muy incomoda porque un forastero asistiera a la escena. No era cosa de todos los días que un joven caballero, de rostro agradable y cuya vestimenta anunciaba riqueza, pasara por aquellos campos. ¡Qué mala suerte que aquello sucediera cuando la familia se mostraba en su peor aspecto! La discusión proseguía en el otro extremo de la sala.
-¿No basta con haber perdido al esposo y tener que pagar además seiscientas libras para conservar su casa? ¡Me quejaré al conde de Derux! – repetía doña Eliabel.
-Os hemos entregado ya doscientas setenta, que tuvimos que pedir prestadas – añadió el hijo barbudo.
-Embargarnos es reducirnos al hambre, es vendernos, es querer nuestra muerte – dijo es segundo hijo.
-Ordenes son órdenes – replicó el preboste -. Conozco mi derecho. Hago el embargo y haré la venta.
Vejado, como actor desposeído de su papel, Guccio dijo a la chica:
-Este preboste me resulta odioso. ¿Qué quiere de vosotros?
-No lo sé, ni tampoco lo saben mis hermanos. Poco comprendemos de esas cosas – respondió María de Cressay -. Dice que es por la sucesión, después de la muerte de nuestro padre.
-¿Y por eso reclama seiscientas libras? – dijo Guccio arrugando el entrecejo.
-¡Ah, señor, la desgracia ha caído sobre nosotros! – murmuró ella.
Sus miradas se cruzaron, se retuvieron por un instante, y Guccio creyó que la joven iba a echarse a llorar. Pero no. Soportaba con entereza la adversidad y sólo por pudor desvió sus hermosas pupilas de color oscuro. Guccio reflexionaba. De pronto, dando un gran rodeo a la sala, Guccio de plantó ante el agente de la autoridad y exclamó.
-¡Permitid, señor preboste! ¿No estaréis a punto de cometer un robo? Estupefacto, el preboste le hizo frente y le preguntó quién era.
-No viene a cuento – replicó Guccio -. Desead mejor no enteraros demasiado pronto si tenéis la desdicha de que vuestras cuentas no sean justas. Pero tengo algunas razones para interesarme en la sucesión de Cressay. Dignaos decirme en cuánto estimáis esta propiedad.
Como el otro intentara imponerle su autoridad y amenazara con llamar a sus guardias, Guccio prosiguió:
-¡Cuidado! Habláis con un hombre que hace cinco días era huésped de la señora reina de Inglaterra y que tiene poder para presentarse mañana ante el señor Enguerrando de Marigny, a fin de hacerle conocer el comportamiento de sus prebostes. Responded, messire... ¿cuánto vale esta propiedad?
Sus palabras causaron gran efecto. El preboste se turbó al oír el nombre de Marigny, la familia callaba, atenta, asombrada. Guccio tenía la impresión de haber crecido un palmo.
-El bailiazgo estimó a Cressay un valor de tres mil libras – respondió por fin el preboste.
-¿Tres mil, habéis dicho? Exclamó Guccio -. ¿Tres mil libras esta casa de campo en tanto el palacio de Nesle, uno de los más hermosos de París y morada de monseñor el rey de Navarra, esta tasado en cinco mil libras? Se estima caro en vuestro bailiazgo.
-Están las tierras.
-El total vale novecientas libras a lo sumo, y lo sé de buena fuente.
El preboste tenía en la frente, encima del ojo izquierdo, un defecto de nacimiento, una gruesa fresa que se ponía violácea por el efecto de la emoción. Y Guccio, mientras hablaba, fijaba los ojos en dicha fresa, cosa que acababa por hacerle perder al preboste su presencia de ánimo.
-¿Queréis decirme, ahora, cuáles son los derechos reales sobre la transmisión de bienes?
-Cuatro sueldos por cada libra registrada en el bailiazgo.
-Mentís en grande, messire Portefruit. El impuesto es de dos sueldos para los nobles, en todos los bailiazgos. No sois el único en conocer la ley; yo también la sé. Este hombre se aprovecha de vuestra ignorancia para embaucaros como un tunante – dijo Guccio, dirigiéndose a la familia Cressay -. Afirma que actúa en nombre del rey, pero no os dice que se ha cobrado ya el impuesto y que, después de pagar al Tesoro del rey lo que prescriben las ordenanzas, se echará al bolsillo lo restante. Y si os hace vender, ¿quién comprará, no por tres mil libras, sino por mil quinientas o, incluso, por la deuda, el castillo de Cressay?
¿No seréis vos, messire preboste, quién tiene esa hermosa intención? Toda la irritación de Guccio, todo su rencor y su cólera hallaban ahora donde volcarse. Se acaloraba al hablar; había encontrado, por fin, la oportunidad de ser importante, de hacerse respetar y jugar al hombre fuerte. Pasándose alegremente al bando que venía a atacar asumía la defensa de los débiles y se presentaba como desfacedor de entuertos.
En cuanto al preboste, su gruesa cara redonda se había vaciado de sangre y sólo la fresa violeta, encima del ojo, se destacaba como una mancha oscura. Agitaba los cortos brazos con movimientos de pato. Protestó de su buena fe. No era él quien había hecho las cuentas. Podía haberse cometido un error... sus asistentes o bien los del bailiazgo.
-¡Muy bien! Reharemos vuestras cuentas – dijo Guccio.
En un momento le demostró que los Cressay sólo debían, todo junto, por principal e intereses, cien libras y unos sueldos.
-Y ahora, ¡dad orden a vuestros guardias para que desaten los bueyes, lleven de vuelta el trigo al molino y dejen en paz a esta honrada gente!
Y asiendo al preboste por el cuello de su traje lo llevó hasta la puerta. El otro obedeció y gritó a los guardias que había un error que era necesario verificar, que regresarían en otro momento y que, por ahora, dejaran todo en su lugar. Creía que la cosa había terminado, pero Guccio lo condujo de nuevo al centro de la sala, y le dijo:
-Y ahora, devolvednos ciento setenta libras.
Pues Guccio había tomado de tal modo partido por los Cressay, que ya decía “nosotros” al defender su causa.
El preboste se desgañitó de furia, mas Guccio lo calmó en seguida.
-¿No acabo de oír que habíais percibido anteriormente doscientas libras? Los hermanos asintieron.
-Entonces, señor preboste... ciento setenta libras – dijo Guccio, alargando la mano.
El gordo Portefruit quiso resistirse. Lo pagado pagado estaba. Sería preciso examinar las cuentas del prebostazgo. Por otra parte, no llevaba tanto oro encima. Volvería más tarde.
-Más os valdrá que tengáis ese oro con vos. ¿Estáis seguro de no haber cobrado alguna suma en el día de hoy? Los recaudadores del señor de Marigny son eficientes – declaró Guccio -. Os conviene concluir este negocio al momento.
El preboste dudó unos instantes. ¿Llamar a sus guardias? El joven tenía aspecto vivaz y llevaba su buena espada al cinto. Además, estaban los dos hermanos de Cressay, de sólida talla, cuyas armas de caza estaban al alcance de sus manos, sobre un cofre. Seguramente los labriegos se sumarían a sus amos. Más valía no aventurarse en aquel asunto, sobre todo con el nombre de Marigny suspendido sobre su cabeza. Se rindió, y sacando de entre sus ropas una gruesa bolsa contó y entregó el exceso de lo percibido. Sólo entonces Guccio lo dejó ir.
-¡Recordaremos vuestro nombre, messire Portefruit! – le gritó desde la puerta.
Y regresó riendo ampliamente, y mostrando sus dientes hermosos, blancos y bien alineados.
Al instante, la familia lo rodeó colmándolo de bendiciones, tratándolo como a su salvador. En el entusiasmo general, la bella María de Cressay tomó la mano de Guccio y la llevó a sus labios; después, pareció aterrada de su acción.
Guccio, encantado consigo mismo, se sentía a sus anchas en el nuevo papel, se había conducido de acuerdo con el ideal mismo de la caballería: era el caballero andante que llega a un castillo desconocido para socorrer a la joven doncella afligida y proteger de los malvados a la viuda y a los huérfanos.
-Pero, en fin, ¿quién sois, señor, y a quién debemos tanto? – dijo Juan de Cressay, el que llevaba la barba.
-Me llamo Guccio Baglioni. Soy sobrino del banquero Tolomei, y vengo por el crédito.
Cayó el silencio en la estancia. Toda la familia se miró presa de angustia y consternación. Guccio se sintió como despojado de una bella armadura. Doña Eliabel fue la primera en recobrarse. Prestamente arrebañó el oro dejado por el preboste y, componiendo una sonrisa de circunstancias, dijo, con voz jovial, que ante todo ella insistía en que su bienhechor les hiciera el honor de compartir su cena.
Comenzó a afanarse, mandó a sus hijos a diferentes tareas, y reuniéndolos luego en la cocina, les dijo:
-Cuidado, de todos modos es un Lombardo. Es preciso desconfiar de esa gente, sobre todo, cuando os han prestado un servicio. ¡Cuán lamentable es que vuestro padre tuviera que recurrir a ellos! Mostremos a éste, que por otra parte tiene buen aspecto, que no disponemos de dinero, mas procedamos de tal forma que no olvide que somos nobles.
Por fortuna, el día anterior los hijos habían cazado abundantes provisiones. Se retorció el cuello a algunas aves, y de este modo se pudo confeccionar el doble servicio de cuatro platos que exigía la etiqueta señorial. El primero constó de un caldo ligero a la alemana, huevos fritos, ganso, guiso de conejo y una liebre asada; el segundo, de una cola de jabalí con salsa, un capón, leche agria y carne blanca.
Comida sencilla, pero que representaba una variante de las gachas de harina y lentejas con tocino, con que la familia, a semejanza de los campesinos, se contentaba con harta frecuencia.
Todo ello llevó tiempo para ser preparado. Subieron de la bodega aguamiel, sidra, y hasta los últimos frascos de un vino ya un poco picado; la mesa fue puesta sobre caballetes en la gran sala, contra uno de los bancos. Un mantel blanco caía hasta el suelo, y los comensales lo recogían a la altura de sus rodillas para poder enjugarse las manos con él. Había escudillas de estaño para cada dos personas. Las fuentes se depositaban en el centro de la mesa y todos se servían de ellas con la mano.
Tres campesinos, que por lo general se ocupaban del corral, se encargaron del servicio. Olían un poco a puerco y a conejera.
-Nuestro escudero trinchante – dijo doña Eliabel en tono de excusa e ironía, designando al cojo que cortaba rebanadas de pan, gruesas como piedras de amolar, sobre las cuales se comía la carne -. Debo aclararos, signor Baglioni, que su oficio es cortar leña. Eso explica que...
Guccio comió u bebió en abundancia. El escanciador tenía la mano pesada y se hubiera dicho que daba de beber a los caballos.
La familia impuso a Guccio a hablar, lo que no resultó difícil. El joven se puso a relatar la trempestad del canal de la Mancha, con tal énfasis, que sus huéspedes dejaron la cola de jabalí en la salsa. Se explayó con todo, con los acontecimientos del día, con el estado de los caminos, con el puente de Londres, con los Templarios, con Italia, con la administración de Marigny...
De creer en sus palabras, era íntimo de la reina de Inglaterra, y tanto insistió sobre el misterio que envolvía su misión, que cualquiera hubiera creído que iba a estallar una guerra entre ambos países. “No puedo deciros más, pues es un secreto del reino y no me pertenece.” Cuando uno se luce delante de un grupo, acaba de convencerse a sí mismo, y Guccio, viendo las cosas de otra manera que por la mañana, consideraba su viaje como un gran triunfo.
Los hermanos Cressay, buenos muchachos aunque no muy listos, que jamás se habían alejado diez leguas del solar natal, contemplaban con admiración y envidia a aquel mozo, menor que ellos, que ya había visto y hecho tanto.
Doña Eliabel, un poco apretada dentro de su vestido, se complacía en mirar con ternura al joven toscano, y, no obstante su prevención contra los Lombardos, hallaba gran encanto en los cabellos rizados, en los dientes relucientes, en las negras pupilas y aun en su hablar ceceante. Habilidosamente lo adulaba con cumplidos.
“Guardate de las lisonjas”, le había dicho a menudo Tolomei a Guccio. “La lisonja es el mayor peligro para un banquero. Uno difícilmente se resiste al elogio, y por ello más te vale un ladrón que un lisonjero”; pero esa noche Guccio paladeaba los elogios como si bebiera aguamiel.
En realidad, hablaba principalmente par María de Cressay; esa jovencita no le quitaba los ojos de encima y alzaba hacia él sus hermosas pestañas doradas. Tenía una manera de escuchar, con los labios entreabiertos como una granada madura, que inspiraba a Guccio el deseo de hablar.
Cuando se vive apartado, uno ennoblece fácilmente a las personas. Para María, Guccio esr como un príncipe extranjero que estuviera de viaje. Representaba lo imprevisto, lo inesperado, lo imposible soñado con harta frecuencia que llama de golpe a la puerta, dotado de un rostro, un cuerpo bellamente vestido y una voz.
El arrobamiento que leía en la mirada y en los rasgos de María de Cressay hizo que Guccio la considerara muy pronto como la más hermosa moza que viera en el mundo y la más deseable. A su lado, la reina de Inglaterra le parecía fría como una losa sepulcral. “Si compareciera en la corte, vestida como es debido – se decía -, sería la más admirada al cabo de una semana.”
Cuando se enjugaron las manos todos estaban un poco ebrios y había caído la noche.
Doña Eliabel decidió que el joven no podía partir a aquella hora, y le rogó que aceptara un lecho, por modesto que fuera.
Le aseguró que su cabalgadura estaba bien cuidada en los establos. El caballero andante continuaba existiendo y Guccio hallaba esta vida estupenda.
Muy pronto, doña Eliabel y su hija se retiraron. Los hermanos Cressay condujeron al viajero a la habitación destinada a los huéspedes. La cual parecía no haber sido usada en mucho tiempo. Apenas acostado, Guccio cayó en el sueño, pensando en una boca parecida a una granada madura sobre la cual apretaba sus labios para beber todo el amor del mundo.

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