IV

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NOTRE DAME ERA BLANCA

Los arqueros habían formado cordón para mantener a la multitud alejada del atrio. En todas las ventanas se apiñaban cabezas de curiosos.

La bruma se había disipado y un sol pálido alumbraba las blancas piedras de Notre Dame de París. El edificio había sido terminado hacía sólo setenta años y se trabajaba continuamente para embellecerlo. Poseía aún el brillo de lo nuevo, y la luz acentuaba el arco de sus ojivas, el encaje del rosetón central y hacía resaltar el hormigueo de estatuas bajo los pórticos. Se había hecho retroceder hasta las casas a los vendedores de aves que ofrecían su mercadería todas las mañanas, frente a la iglesia. El cacareo de las aves que se ahogaban en las jaulas desgarraba el silencio, el agobiante silencio que acababa de sorprender al conde de Artois al salir de la Galería Merciere.

El capitán Alán de Pareilles se mantenía inmóvil, frente a sus arqueros. En lo alto de las gradas que conducían al atrio, estaban en pie los cuatro Templarios, de espaldas a la multitud y de cara al Tribunal Eclesiástico, instalado entre los abiertos batientes del gran portal. Obispos, canónigos y clérigos, se sentaban alineados en dos filas.

La gente señalaba con curiosidad a los tres cardenales, espacialmente enviados por el Papa. Aquello significaba que la sentencia sería dada sin apelación ni curso ante la Santa Sede. Las miradas se dirigían después a Juan de Marigny, joven arzobispo de Sens, hermano del primer ministro, quien había dirigido el caso, junto con el gran inquisidor de Francia.

Una treintena de monjes, con hábito pardo unos, y blanco otros, permanecían en pie, detrás de los miembros del Tribunal. El único civil de la asamblea, el preboste de París, Juan Ployebouche, personaje de unos cincuenta años de edad, rechoncho y con el rostro contraído, parecía poco satisfecho de hallarse allí. Representaba el poder real y era el encargado de mantener el orden. Sus ojos saltaban de la multitud al capitán de los arqueros y de éste al joven arzobispo de Sens.

El sol trazaba arabescos con las mitras, los báculos, la púrpura de las vestes cardenalicias, el amaranto de los obispos, el armiño y terciopelo de las capuchas, el oro de las cruces pectorales, el acero de las cotas de malla y de las armas de la tropa. Ese centelleo, ese colorido, todo ese fulgor, hacía más violento el contraste con los acusados, para los cuales se había montado aquel gran aparato, cuatro Templarios harapientos que, apretados unos contra otros, parecían un grupo moldeado en ceniza. Monseñor Arnaldo de Auch, cardenal-arzobispo de Albano, primer legado, leía en pie los considerandos del juicio. Lo hacía con lentitud y énfasis, escuchándose, satisfecho de sí mismo y de su lucimiento ante un auditorio extranjero. A veces fingía horrorizarse por la enormidad de los crímenes que enunciaba. Luego recobraba su untuosa majestad para relatar un nuevo cargo, un nuevo delito.

-...Oídos los hermanos Gerardo de Passaje y Juan de Cugny, quienes afirman, igual que muchos más, haber sido forzados durante su recepción en la Orden a escupir sobre la Cruz, porque se les decía que era un simple trozo de madera y que el verdadero Dios estaba en el Cielo... Oído el hermano Guy Dauphin, a quien se indujo, si uno de sus hermanos superiores se sentía arrebatado por el tormento de la carne y quería saciarse con él, a consentir en todo lo que se le pidiera... Oído sobre ese punto el señor de Molay, quien en interrogatorio ha reconocido y confesado...

La multitud debía hacer esfuerzos para captar las palabras deformadas por el tono enfático. El legado se regodeaba con su lectura. El pueblo comenzaba a impacientarse.

A cada acusación, falso testimonio o confusión arrancada por la fuerza, Jacobo de Molay murmuraba para sí: “Mentira... mentira... mentira...”

Lejos de aplacarse, la cólera, que hiciera presa del gran maestre durante el trayecto, crecía sin cesar. En sus descarnadas sienes la sangre batía cada vez con mayor fuerza.

Los Reyes Malditos I - El rey de hierro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora