IX

234 11 0
                                    

UNA GRAN SOMBRA SOBRE EL REINO
Durante unos doce días, el espíritu del rey vagó como un viajero perdido. A veces, aunque se fatigaba en seguida, parecía recobrar su actividad. Se preocupaba por los asuntos del reino, exigía revisar las cuentas, pedía con autoritaria impaciencia que le presentaran los documentos y ordenanzas para firmarlos. Jamás había demostrado tanta ansia de firmar. Luego, bruscamente, caía en un extraño aturdimiento y de su boca salían palabras raras, sin conexión ni significado. Se pasaba por la frente una mano blanda de dedos crispados.
En la corte se rumoreaba que estaba ausente de sí mismo. De hecho, comenzaba a ausentarse de este mundo.
En tres semanas, la enfermedad había convertido a aquel hombre de cuarenta y seis años en un anciano demacrado que no vivía más que a medias en el fondo de un cuarto del castillo de Fontainebleau.
¡Y siempre aquella sed que lo acometía y le hacía reclamar algo de beber! (Según los documentos e informes de embajadores que se poseen, puede llegarse a la conclusión de que Felipe el Hermoso falleció a consecuencia de un derrame en una zona no motriz del cerebro. Tuvo una recaída mortal el 27 ó 27 de noviembre.)
Los médicos aseguraban que no tenía cura, y el astrólogo Martín, con palabras prudentes, anunció que a fines del mes un poderoso monarca de occidente sufriría una terrible prueba, prueba que coincidiría con un eclipse de sol: “Ese día – escribió maese Martín –, habrá una gran sombra sobre el reino.”
Y de improviso, una tarde, Felipe el Hermoso volvió a sentir en su cerebro aquel gran estallido y la espantosa caída en las tinieblas que le había sobrevenido en el bosque de Pont-Sainte-Maxence. Esta vez no había ciervo ni cruz. No había más que un cuerpo postrado en el lecho y sin sensación alguna de los cuidados que se le prodigaban.
Cuando emergió de aquella noche da la conciencia, incapaz de saber si había durado una hora o dos días, lo primero que distinguió el rey fue una larga forma blanca rematada por una estrecha corona negra, se inclinaba sobre él. También oyó que le hablaban.
-¡Ah! Hermano Renaud – dijo el rey, débilmente –, os reconozco... Pero parecéis envuelto en bruma. Y al instante agregó:
-Tengo sed.
El hermano Renaud, de los dominicos de Possy, gran inquisidor de Francia, humedeció los labios del enfermo con un poco de agua bendita.
-¿Ha sido llamado el obispo Pedro? ¿Ha llegado ya? – preguntó entonces el rey.
Por uno de esos impulsos del alma, frecuentes en los moribundos y que los retrotraen a sus más remotos recuerdos, la obsesión del rey en los últimos días había sido la de reclamar a su cabecera a Pedro de Latille, obispo de Chälons, uno de sus compañeros de infancia. ¿Por qué, precisamente, a él? Su deseo provocó la conjetura de todos y se buscaron secretos motivos, cuando sólo habría debido verse en eso un accidente de la memoria.
-Sí, Sire, se le ha llamado – respondió el hermano Renaud. Efectivamente, había sido despachado un jinete hacia el obispado de Chälons, pero tarde, con la esperanza de que el obispo no llegara a tiempo.
Porque el hermano Ranaud tenía una misión que no quería compartir con ningún otro eclesiástico. En efecto, el confesor del rey era al mismo tiempo el gran inquisidor de Francia. Compartían los mismos pesados secretos. El omnipotente monarca se veía privado del amigo de su elección para asistirle en el gran trance.
-¿Me habñabais desde hace mucho rato, hermano Renaud? – preguntó el rey.
El hermano Renaud, de barbilla hundida, ojillos negros, cabeza calva, estaba encargado, so capa de la voluntad divina, de obtener del rey lo que los vivientes aguardaban aún de él.
-Sire – dijo –, Dios os estaría agradecido si dejarais en orden los asuntos del reino.
El rey guardó silencio durante unos instantes.
-Hermano Renaud – dijo –, ¿Hice mi confesión?
-Desde luego, Sire, anteayer – respondió el dominico –. Una hermosa confesión que ha causado nuestra admiración y producirá la misma en todos vuestros súbditos. Dijisteis que os arrepentíais de haber cargado a vuestro pueblo, y sobre todo a la Iglesia, con excesivos impuestos, pero que no sabíais implorar perdón por los muertos que había podido ocasionar vuestro mandato, porque la fe y la justicia se deben mutua asistencia.
El gran inquisidor había elevado la voz para que todos los presentes lo oyeran con claridad.
-¿Eso dije? – preguntó el rey.
No lo sabía. ¿había pronunciado tales palabras, o bien el hermano Renaud inventaba ese edificante final propio de todo gran personaje? Murmuró simplemente: “Los muertos...”
-Sire, sería preciso que hicierais conocer vuestra última voluntad – insistió el hermano Renaud.
Se apartó un poco, y el rey notó que la habitación estaba llena de gente.
-¡Ah! Os reconozco a todos los que estáis aquí.
Parecía sorprendido de que le quedara esa facultad de reconocer las caras.
Todos estaban a su alrededor: sus médicos, el gran chambelán, su hermano Carlos de estatura aventajada, su hermano Felipe un poco apartado y con la cabeza baja. Enguerrando y Felipe el Converso, su legista, y su secretario Maillard sentado en una pequeña mesa junto a la cama..., todos inmóviles y de tal modo silenciosos y desdibujados que parecían situados en una eterna irrealidad.
-Sí, sí – repitió –. Os reconozco bien.
Aquel gigante, allá lejos, cuya cabeza descollaba sobre todas las demás, era Roberto de Artois, su turbulento pariente... Una mujerona, no muy lejos se arremangaba como una partera. La vista de la condesa Mahaut le recordó las tres princesas condenadas.
-El Papa ¿ha sido elegido? – murmuró.
-No, Sire.
Otros problemas se arremolinaban en su mente agotada.
Todo hombre, porque cree en cierta manera que el mundo ha nacido con él, sufre, en el momento de abandonar la vida, por dejar el universo inconcluso. Con mayor motivo un rey.
Felipe el Hermoso buscó con la mirada a su primogénito.
Luis de Navarra, Felipe de Poitiers y Carlos de Francia se mantenían al lado del lecho, juntos y como de una pieza, ante la agonía de su padre. El rey tuvo que volver la cabeza para verlos.
-¡Considerad, Luis, lo que significa ser rey de Francia! – murmuró Felipe el Hermoso –. Conoced cuanto antes el estado de vuestro reino.
La condesa Mahaut pugnaba por acercarse, y todo el mundo adivinaba qué perdones quería arrancar del moribundo.
El hermano Renaud dirigió a monseñor de Valois una mirada que quería decir: “Monseñor, intervenid.”
Luis de Navarra sería rey dentro de unos instantes, y nadie ignoraba que Valois lo dominaba completamente. Así la autoridad de éste crecía lógicamente. Por esto el gran inquisidor se dirigía a él, como al poder verdadero.
Valois, cortando el paso a Mahaut, se interpuso entre ella y el lecho.
-Hermano Mío, ¿creéis que no debe cambiarse nada en vuestro testamento de 1311?
-Nogaret ha muerto – respondió el rey.
El hermano Renaud y Valois se miraron otra vez, pensando que habían aguardado demasiado. Pero Felipe el Hermoso prosiguió:
-Era el ejecutor de mi voluntad.
-Sería conveniente, pues, que dictarais un codicilo para designar de nuevo a vuestros ejecutores, hermano – dijo Valois.
-Tengo sed – murmuró Felipe el Hermoso.
Otra vez le mojaron sus labios con agua bendita. Valois prosiguió:
-Supongo que seguís deseando que vele por el cumplimiento de vuestra voluntad.
-Cierto – dijo el rey –. Y también vos, Luis, hermano mío – agregó volviendo la cabeza hacia monseñor de Evereux.
Millard había comenzado a escribir, pronunciando a media voz la fórmula ritual de los testamentos reales.
Después de Luis de Evereux, el rey designó otros ejecutores a medida que sus ojos, más impresionantes aún ahora que aumentaba su lividez, encontraban ciertos rostros en su derredor. Nombró de este modo a Felipe el Converso, luego a Pedro de Chambly, familar de su hijo segundo, y a Hugo de Bouville.
Entonces, Enguerrando de Marigny se adelantó e hizo de manera que su maciza humanidad ocupara toda la atención del moribundo.
Marigny sabía que, desde hacía dos semanas, Carlos de Valois resaltaba ante el debilitado soberano sus quejas y acusaciones. “Es Marigny, hermano mío, la causa de vuestra inquietud... Marigny entregó el tesoro al pillaje... Marigny pactó la deshonrosa paz de Flandes... Marigny aconsejó quemar al gran maestre.”
¿Iba Felipe el Hermoso a designar a Marigny ejecutor testamentario, como evidentemente, creía todo el mundo, dándole de ese modo una última prueba de confianza?
Millard, con la pluma en alto, observaba al rey. Pero Valois se apresuró a decir:
-Creo que hay número suficiente, hermano mío.
E hizo a Millard un gesto imperativo de que cerrara la lista. Entonces Marigny, pálido, cerrando los puños sobre la cintura y forzando la voz dijo:
-¡Sire!... Siempre os serví fielmente. Os pido que me recomendéis a vuestro hijo.
Entre aquellos dos rivales que se disputaban su voluntad, entre su hermano y su primer ministro, el rey tuvo un momento de vacilación. ¡Cuánto pensaban en sí mismos, y que poco en él!
-Luis – dijo con voz cansado –, que no se toque a Marigny si prueba haber sido fiel.
Entonces Marigny comprendió que las acusaciones habían hecho mella. Ante desamparo tan descarado, se preguntaba si Felipe el Hermoso lo había apreciado alguna vez.
Pero Marigny Sabía los poderes de que disponía. Tenía en su mano la administración, a la hacienda pública y el ejército. Conocía el “estado del reino” y que no se podía gobernar sin él. Se cruzó de brazos, levantó la cabeza, y mirando a Valois y a Luis de Navarra junto al lecho donde agonizaba su soberano, pareció desafiar al futuro reinado.
-Señor, ¿tenéis otra voluntad? – preguntó el hermano Renaud. Hugo de Bouville enderezó un cirio que amenazaba caerse.
-¿Por qué está tan oscuro? – preguntó el rey –. ¿Es de noche todavía?
Aunque ya era mediodía, había envuelto al castillo una súbita oscuridad anormal y angustiosa. El eclipse anunciado, ahora total, ensombrecía el reino de Francia.
-Devuelvo a mi hija Isabel – dijo súbitamente el rey – la sortija que me regaló, la que tiene el gran rubí llamado la Cereza. Se detuvo un instante y de nuevo preguntó:
-¿Ha llegado Pedro de Latille? Como nadie le respondiera, agregó:
-Le dejo mi hermosa esmeralda.
Luego prosiguió legando a diversas iglesias, a Notre Dame de Boulogne, porque allí se había casado a su hija, a Saint Martín de Tours, a Saint Denis, flores de lis de oro “por un valor de mil libras”, precisaba cada vez. El hermano Renaud se inclinó y le dijo al oído:
-Señor, no os olvidéis de nuestro priorato de Possy.
Por el rostro demacrado de Felipe el Hermoso pareció como si cruzara una expresión de enojo.
-Hermano Renaud – dijo –, lego a vuestro convento la hermosa biblia anotada por mí. Os será muy útil a vos y a todos los confesores de los reyes de Francia.
El gran inquisidor aunque esperaba más, supo ocultar su despecho.
-Y a vuestras hermanas, las dominicas de Possy – agregó Felipe el Hermoso –, les lego la gran cruz de los Templarios. (Esta cruz estaba incrustada
de perlas, rubíes y zafiros. Tenía un pie cincelado de plata sobredorada. En el centro de la cruz, una pequeña placa de cristal permitía ver un grueso fragmento de la Vera-Cruz. Fue transportada al monasterio de Possy, al igual que el corazón de Felipe el Hermoso, que en opinión de los que lo vieron, era tan pequeño que “podía compararse al de un recién nacido o al de un pájaro.
Durante el reinado de Luis XIV, la noche del 21 de julio de 1695, cayó un rayo sobre la iglesia del monasterio y lo incendió casi por entero. El corazón de Felipe el Hermoso y la cruz de los Templarios quedaron destruidos completamente.)  Les llevarán también el corazón.
El rey había acabado sus donaciones. Millard leyó en voz alta el codicilo. Cuando el secretario pronunció las palabras: “De parte del rey”, Valois, atrayendo hacia sí a su sobrino Luis y apretando con fuerza su brazo le dijo:
-Agregad: “con el consentimiento del rey de Navarra”.
Entonces Felipe el Hermoso bajó la cabeza casi imperceptiblemente, con gesto de resignada aprobación. Su reinado había terminado.
Fue preciso sostenerle la mano para que firmara en la parte inferior del pergamino. Luego murmuró:
-¿Algo más?
Sí, aún no había concluido la última jornada de un rey de Francia.
-Sire, ahora es preciso que transmitáis el milagro real – dijo el hermano Renaud.
Ordenó que desocuparan el cuarto, para que el rey transmitiera a su hijo el poder, misteriosamente aparejado a la persona real, de sanar las escrófulas.
Recostado sobre los cojines, Felipe el Hermoso gimió:
-Hermano Renaud, ved lo que vale el mundo. ¡Aquí tenéis al rey de Francia!
En el momento de morir, aún le exigían un último esfuerzo para que pasara a su sucesor la capacidad, real o supuesta, de curar una enfermedad benigna.
No fue Felipe el Hermoso quien enseñó la fórmula y las palabras sacramentales; las había olvidado. Fue el hermano Renaud. Y Luis de Navarra, arrodillado junto a su padre, con sus ardientes manos unidas a las heladas del rey, recibió la herencia sagrada.
Concluida la ceremonia se admitió nuevamente a la corte en la habitación del soberano y el hermano Renaud comenzó a rezar las oraciones de los agonizantes.
La corte repetía el versículo In manus tuas, Domine... “En vuestras manos, Señor, entrego mi espíritu”, cuando se abrió una puerta; Pedro de Latille, el amigo de infancia del rey, había llegado. Toda la atención quedó concentrada en él, mientras los labios seguían murmurando.
-In manus tusa, Domine – dijo el obispo Pedro uniéndose al resto.
Luego todos se volvieron hacia el lecho. Las oraciones se detuvieron an las gargantas: El rey de hierro había muerto. (Según los documentos e informes de embajadores que se poseen, puede llegarse a la conclusión de que Felipe el Hermoso falleció a consecuencia de un derrame en una zona no motriz del cerebro. Tuvo una recaída mortal el 26 o 27 de noviembre.)
El hermano Renaud se aproximó para cerrarle los ojos. Pero los párpados que nunca se encontraban se alzaron por sí solos. Dos veces el gran inquisidor trató, en vano, de bajarlos. Debieron cubrir con una venda la mirada de aquel monarca que entraba con los ojos abiertos en la eternidad.

Los Reyes Malditos I - El rey de hierro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora