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MARGARITA DE BORGOÑA, REINA DE NAVARRA

Entretanto, Felipe de Aunay había llegado al palacio de Nesle. Le habían pedido que aguardara en la antecámara de las habitaciones de la reina de Navarra. Los minutos no acababan de pasar, y Felipe se preguntaba si Margarita se hallaría con algún importuno o simplemente se complacía en hacerlo languidecer. Hubiera sido muy propio de ella. Y tal vez, después de una hora de pisotear, levantarse y sentarse, oiría decir que no podía recibirlo. Su irritación iba en aumento.

Cuatro años atrás, cuando empezaron sus relaciones, no habría procedido de ese modo. O quizá sí. Ya no lo recordaba. En el entusiasmo de la incipiente aventura en la que la vanidad contaba tanto como el amor, de buena gana hubiera caminado cinco horas a la pata coja para ver a su amante desde lejos, o para rozarle los dedos u oír un susurro que significara la promesa de otra entrevista.
Los tiempos habían cambiado. Las dificultades que son aliciente de un naciente amor resultan intolerables cuando han transcurrido cuatro años; y a menudo la pasión muere por lo mismo que la provocó. La perpetua incertidumbre de las citas, las entrevistas postergadas, las obligaciones de la corte, a todo lo cual se sumaban las rarezas de Margarita, habían impulsado a Felipe a una exasperación que sólo expresaba con sus reproches y su cólera.
Margarita parecía tomar las cosas muy de otro modo. Saboreaba el doble placer de engañar al marido y de atormentar al amante. Pertenecía a esa clase de mujeres que sólo renuevan su deseo ante el espectáculo de los sufrimientos que inflingen, hasta que ese mismo espectáculo las hastía. No pasaba día sin que Felipe se dijera que un gran amor no prospera en el adulterio; ni un solo día dejaba de prometerse que terminaría con aquella relación tan hiriente. Pero era débil y cobarde, se encontraba aprisionado. Semejante al jugador que se empeña en salvar su pérdida, perseguía sus sueños de antaño, su vano presente, su tiempo perdido, su dicha pasada. No tenía coraje para levantarse de la mesa y decir: “Ya he perdido bastante.”

Y allí estaba, transido de tristeza y despecho, aguardando que se dignaran hacerlo entrar.

Para distraer su impaciencia, miraba el ir y venir de los palafreneros en el patio de palacio, quienes sacaban los caballos para llevarlos a apacentar en el pequeño Pré-aux-Clercs, y a los cargadores que traían cuartos de reses y fardos de verdura.

El palacio de Nesle se componía de dos edificios unidos pero distintos; el palacio propiamente dicho, de reciente construcción y la torre un siglo más antigua, que formaba parte del sistema de defensas construidas bajo Felipe-Augusto. Felipe el Hermoso había comprado el conjunto de la edificación, seis años atrás, al conde Amaury de Nesle, y los otorgó como residencia a su hijo mayor, el rey de Navarra. (La torre der Nesle, antes torre de Hamelin, por el nombre del preboste de París que impulsó su construcción, y el palacio de Nesle ocupaban el actual emplazamiento del Instituto de Francia y el de la Moneda.
El jardín limitaba a poniente con la muralla de Felipe-Augusto, cuyo foso, llamado por esta parte “foso de Nesle”, sirvió de trazado a la calle de Mazarino. El conjunto fue dividido en Gran Nesle, Pequeño Nesle y Mansión Nesle. Posteriormente, se construyeron sobre sus diversas partes, los palacios de Nevers, de Guénégaud, de Conti y de la Moneda. La torre no fue destruida hasta 1663, para la construcción del Colegio Mazarino o de las Cuatro Naciones, adscrito al Instituto desde 1805.) Entonces la torre había sido utilizada como sala de guardias y almacén. Margarita la hizo arreglar y amueblar para ella, según manifestaba, para retirarse allí algunas veces y dedicarse a la oración. Afirmaba que tenía necesidad de soledad, y como la sabía de carácter fantasioso, Luis de Navarra no se asombró por ello. Pero en realidad sólo había querido ese arreglo para poder recibir con mayor tranquilidad al apuesto Aunay.
Esto llenó de inigualable orgullo a su amante. Por amor a él una reina había transformado una fortaleza en cámara de amor.
Y cuando el hermano mayor de Felipe, Gualterio de Aunay, se convirtió en el amante de Blanca, la torre sirvió igualmente de secreto asilo a la nueva pareja. El pretexto resultaba fácil: Blanca venía a visitar a su prima y hermana política: Margarita sólo quería que la dejaran ser complaciente y cómplice.
Pero ahora, mientras Felipe contemplaba la enorme torre sombría, de techo almenado, ventanas estrechas y altas, que dominaba el río, no podía menos de preguntarse si otros hombres no pasarían con su amante las mismas noches turbulentas... ¿Acaso no autorizaban la duda esos cinco días sin dar señales de vida, cuando todo se prestaba a un encuentro?
Se abrió una puerta y una camarera lo invitó a seguirla. Esta vez estaba decidido a no dejarse embaucar. La camarera lo precedió por un largo corredor y luego desapareció. Felipe entró en una habitación baja de techo atestada de muebles, donde flotaba un persistente perfume que conocía muy bien. Era una esencia de jazmín que los mercaderes recibían de Oriente.
Felipe necesitó algunos minutos para acostumbrarse a la penumbra y al calor del ambiente. Un gran fuego ardía en la chimenea de piedra.
-Señora... – dijo.
Una voz surgió del fondo del cuarto, un poco ronca, como adormecida.
-Acercaos, messire.
¿Se atrevía a recibirlo en su cuarto, sin testigos? Al instante se vio tranquilizado y decepcionado: la reina de Navarra no estaba sola. Medio oculta por las cortinas del lecho bordaba una dama de compañía, con el mentón y el cabello aprisionados por las blancas tocas de viuda. Margarita estaba echada en la cama, vestida con un largo ropaje de casa con vueltas de piel, que dejaba ver sus pies desnudos, pequeños y regordetes. Recibir a un hombre con tal atuendo y en tal postura ya constituía, de por sí, una audacia.
Felipe se adelantó y adoptó un tono cortesano, desmentido por su rostro, para enunciar que la condesa de Poitiers lo enviaba en busca de noticias de la reina de Navarra, y le transmitía, junto con un presente, sus cariñosos saludos.
Margarita lo escuchó sin hacer movimiento no volver los ojos.
Era pequeña, de cabellos negros y de tez ambarina. Se decía que tenía el cuerpo mas hermoso del mundo, y por cierto, no era ella la última en hacerlo saber.
Felipe contemplaba aquella boca redonda, sensual, la barbilla corta partida por un hoyuelo, la carnosa garganta que el amplio escote dejaba a la vista, los brazos plegados y hacia arriba descubiertos por la generosa sisa. Felipe se preguntaba si Margarita no estaría completamente desnuda bajo la ropa de la cama.
-Dejad el presente sobre la mesa – dijo Margarita -. Lo veré en seguida. Se desperezó, bostezó, y Felipe vio la lengua rosada, el paladar y los dientecillos blancos; bostezaba a la manera de los gatos.
Ni una sola vez había vuelto los ojos hacia él. Por el contrario, se sentía observado por la dama de compañía. Él no conocía, entre las acompañantes de Margarita, aquella viuda de largo rostro y penetrante mirada. Hizo un esfuerzo para contener su irritación, que crecía por momentos.
-¿Debo llevar – preguntó – alguna respuesta a madame de Poitiers? Margarita se dignó por fin a mirar a Felipe. Tenía unos ojos admirables, oscuros y aterciopelados, que acariciaban las cosas y las personas.
-Decid a mi hermana política de Poitiers... – comenzó.
Felipe, que había cambiado de lugar, con nervioso ademán indicó a margarita que despidiera a la vieja. Pero Margarita no parecía comprender. Sonreía, aunque no a Felipe; sonreía al vacío.
-O mejor, no – continuó -. Le escribiré un mensaje que vos le entregaréis. Luego sse dirigió a la dama de compañía:
-Bien está por hoy. Es tiempo de que me vista. Id a preparar mis ropas. La vieja dama pasó al cuarto contiguo, pero dejó la puerta abierta. Margarita se levantó, dejando ver una bella, tersa rodilla y al pasar junto a él le dijo, con un hilo de voz:
-Te amo.
-¿Por qué hace cinco días que no te he visto? – preguntó él de la misma manera.
-¡Qué hermosura! – exclamó Margarita extendiendo el cinturón que la había traído -. Juana tiene un gusto exquisito! ¡Cómo me deleita este presente!
-¿Por qué no te he visto? – repitió Felipe, en voz baja.
-Me vendrá de maravilla para mi nueva escarcela – replicó Margarita casi gritando -. Señor de Aunay, ¿podéis esperar a que escriba unas palabras de agradecimiento?
Se sentó en una mesa, tomo una pluma de ganso y un trozo de papel (El papel de algodón, que se considera un invento chino, en un principio “pergamino griego” porque los venecianos descubrieron su uso en Grecia, hizo su aparición en Europa hacia el siglo X. El papel de lino (o de trapo) fue importado, poco después, por los sarracenos de España. Las primeras fábricas de papel fueron establecidas en Europa durante el siglo XIII. Por razones de conservación y resistencia, el papel no se utilizaba jamás en documentos oficiales, pues éstos debían soportar “sellos colgantes”). Hizo a Felipe señal de que se acercara, y éste pudo leer en el papel. “¡Prudencia!”
Luego gritó a la dama de la pieza contigua:
-¡Señora de Comminges, id en busca de mi hija! No le he dado un beso esta mañana.
La dama de compañía se alejó.
-La prudencia – dijo entonces Felipe – es pretexto para alejar a un amante y acoger a otro. Yo se bien que me mentís.
Ella tenía una expresión de lasitud y de enervamiento.
-Y y creo que no comprendéis nada. Os ruego que seáis más prudente en vuestras palabras y miradas. Cuando los amantes comienzan a reñir o a cansarse traicionan su secreto ante los que los rodean. ¡Dominaos! Margarita no decía esto sin motivo. Hacía días que sentía a su alrededor una sombra de sospecha. Luis de Navarra había aludido a los éxitos de ella y a las pasiones que levantaba; bromas de marido en las que la risa sonaba a hueco. ¿Habría notado alguien las impaciencias de Felipe? Margarita estaba tan segura como de sí misma del portero y de la camarera de la torre, dos criados que había traído de Borgoña y a quienes aterrorizaba y cubría de oro al mismo tiempo. Pero nadie está cubierto de una imprudencia de palabras. Y luego aquella señora de Comminges, que la había puesto para complacer a monseñor de Valois, correteando por todas partes con su triste ropaje...
-¿Confesáis, pues, que estáis cansada? – dijo Felipe de Aunay.
-Sois fastidioso, ¿sabéis? – declaró Margarita -. Se os ama y todavía gruñís.
-Pues bien, esta noche no tendré ocasión de fastidiaros – respondió Felipe
-. No se celebra consejo. El propio rey nos lo ha dicho, de modo que podéis satisfacer cómodamente a vuestro marido.
De no haber estado ciego de cólera, Felipe habría comprendido, por la cara que ella puso, que nada tenía que temer por ese lado.
-¡Y y me dedicaré a cualquier ramera! – agregó.
-¡Muy bien! – dijo Margarita -. Así podréis luego contarme como lo hacen esas mujeres. Me gustará.
Su mirada se había iluminado: se pasaba por los labios la punta de la lengua, irónica.
“¡Zorra!, ¡zorra!, ¡zorra!” pensaba Felipe. No sabía cómo tomarla; todo escurría sobre ella como el agua sobre el cristal.
Margarita se acercó a un cofre abierto y sacó un bolso que Felipe no le había visto nunca.
-Me irá a las mil maravillas – dijo Margarita pasando el cinturón por los anillos de oro y contemplándose, con el bolso en la cintura, ante un gran espejo de estaño.
-¿Quién te ha dado esa escarcela? – preguntó Felipe.
-Es un regalo de...
Iba a responder la verdad, ingenuamente. Pero lo vio tan crispado y lleno de sospechas, que no pudo resistir al deseo de divertirse con él.
-Es un regalo de... alguien – dijo.
-¿De quién?
-Adivina.
-¿Del rey de Navarra?
-¡Mi marido no es ten generoso!
-¿De quién, entonces?
-Adivina.
-Quiero saberlo. Tengo derecho a saberlo – dijo Felipe, furioso -. Es un regalo de un hombre, de un hombre rico y enamorado... porque tiene razones para estarlo.
Margarita continuaba mirándose en el espejo, aplicando la escarcela, ora contra una cadera ora contra la otra, ora en mitad de la cintura, y con este movimiento a ambos lados descubría y cubría la pierna.
-Fue Roberto de Artois – dijo Felipe.
-¡Oh, messire, me suponéis de muy mal gusto! – dijo ella -. Ese rústico que huele siempre a caza...
-El señor de Fiennes, entonces, que os ronda como a todas las mujeres – replicó Felipe.
Margarita ladeó la cabeza y adoptó una actitud pensativa.
-¿El señor de Fiennes? – dijo -. No había reparado en su interés por mí. Pero puesto que vos lo decís... Gracias por hacérmelo notar.
-¡Acabaré por enterarme!
-Cuando hayáis citado a toda la corte de Francia...
Iba a agregar: “Puede que penséis en la corte de Inglaterra”, pero se vio interrumpida por el regreso de la señora de Comminges que empujaba delante de ella a la princesa Juana. La niñita, de tres años, caminaba lentamente, enfundada en un bordado con perlas. No tenía de su madre más que la frente convexa, redonda, casi abombada. Pero era rubia, de nariz fina y larga y sedosas pestañas temblorosas, sobre los ojos. Tanto podía ser hija del rey de Navarra como de Felipe de Aunay. Tampoco en este punto Felipe pudo saber nunca la verdad. Margarita era demasiado hábil para traicionarse en un punto tan delicado. Cada vez que Felipe veía a la pequeña, se preguntaba: “¿Será mía?” Recordaba fechas, rebuscaba indicios, y pensaba que más adelante se vería forzado a inclinarse y a obedecer las órdenes de una princesa que tal vez era su hija y que quizás ascendería a los tronos de Navarra y Francia; pues Luis y Margarita no tenían por el momento otra descendencia.
Margarita alzó a la pequeña Juana y la besó en la frente, comprobando que tenía la carita fresca. Luego la entregó a la dama de compañía, diciendo:
-Ahora que la he besado, podéis llevárosla.
En la mirada de la señora de Comminges leyó que no la había engañado. “Debo desembarazarme de esta vieja” pensó Margarita. Entró otra dama preguntando si estaba allí el rey de Navarra.
-No es en mis aposentos donde, por lo general, se le encuentra a estas horas – dijo Margarita.
-Lo buscan por todas partes. El rey lo llama urgentemente.
-¿Se sabe el motivo? – interrogó Margarita.
-Creí comprender, señora, que los Templarios rechazaron la sentencia. El pueblo se agita en torno a Notre Dame y la guardia ha sido redoblada en todas partes. El rey ha convocado al consejo...
Margarita y Felipe se miraron. Se las había ocurrido la misma idea, que nada tenía que ver con los asuntos del reino. Tal vez los acontecimientos obligarían a Luis de Navarra a pasar parte de la noche en palacio.
-Puede que la jornada no termine de la manera prevista – dijo Felipe. Margarita lo observó durante algunos segundos y se dijo que lo había hecho sufrir bastante. Felipe había recobrado su actitud respetuosa y distante, pero su mirada mendigaba felicidad. Emocionada, Margarita sintió que le renacía el deseo.
-Puede ser, messire – le dijo.
Se había restablecido la complicidad.
Estrujó el papel en el que había escrito: “prudencia”, y lo arrojó al fuego diciendo:
-Este mensaje no me agrada. Más tarde haré llegar otro a la condesa de Poitiers: espero tener cosas mejores que decirle. Adiós, messire.
Felipe era al salir una persona distinta de la que entró. Una sola palabra de esperanza le había devuelto la confianza en su amante, en sí mismo, incluso en la vida, y el final de la mañana le parecía radiante. “¡Pero si me ama tanto!... Soy injusto con ella”, pensaba.
Cuando pasaba por la sala de guardia se cruzó con el conde de Artois que entraba. Se diría que el gigante le seguía la pista. Pero no era así; por el momento, de Artios tenía otros problemas.
-¿Está en casa monseñor el rey de Naverra? – preguntó a Felipe.
-¿Vinisteis a avisarlo?
-Sí – respondió Felipe, instintivamente.
Al instante pensó que esa mentira, fácilmente comprobable, era una tontería.
-Lo busco por el mismo motivo – dijo de Artois -. Monseñor de Valios querría hablar con él antes del consejo.
Se separaro. Este encuentro fortuito puso en guardia al gigante. “¿Será él?”, pensó de pronto, mientras atravesaba el patio. Una hora antes había visto a Felipe en la Galería Mereciere, en compañía de Juana y de Blanca. Ahora lo encontraba saliendo de los aposentos de Margarita...
“Este jovencito o le sirve de mensajero o es su amante de alguna de las tres. Si es así, no tardaré en saberlo...”
La señora de Comminges le informaría. Tenía además un hombre adicto, encargado de vigilar durante la noche los alrededores de la torre de Nesle. Las redes estaban tendidas. ¡Tanto peor para el pájaro de lindo plumaje, si se dejaba atrapar!

Los Reyes Malditos I - El rey de hierro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora