VII

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DE TAL PADRE, TAL HIJA
Un candelabro de plata esmaltada, rematado por un grueso cirio rodeado de una corona de velas, alumbraba la mesa repleta de pergaminos que el rey acababa de examinar. Al otro lado de los ventanales se hundía el parque en el crepúsculo; e Isabel, de cara a la noche, observaba cómo las sombras iban cubriendo los árboles.
Desde la época de Blanca de Castilla, Maubuisson, en las cercanías de Pontoise, era morada real. Felipe lo había convertido en uno de sus lugares habituales. Tenía afición a ese señorío, encerrado entre altas murallas, por su parque y su abadía, donde unas monjas benedictinas llevaban una vida apacible, entregadas a los oficios. El castillo era grande, pero Felipe el Hermoso apreciaba su tranquilidad.
-Allí me aconsejo a mí mismo – había declarado cierto día a sus familiares. Isabel había llegado después del mediodía, al término de su viaje. Se había enfrentado a sus tres cuñadas. Margarita, Juana y Blanca con rostro risueño, y había respondido con voz de circunstancias a sus palabras de bienvenida.
La cena había sido breve. Y ahora Isabel se hallaba encerrada con su padre en la sala donde a él le gustaba aislarse. El rey Felipe la miraba con helada expresión que dedicaba a cualquier criatura humana, así fuera su propio hijo. Aguardaba a que ella hablara, mas Isabel no osaba hacerlo. “Le haré tanto daño”, pensaba. Y de pronto, de resultas de estar enfrente a su padre, de aquel parque, de aquellos árboles, de aquel silencio, Isabel se sintió invadida de un ramalazo de recuerdos de la infancia, y una amarga compasión de sí misma apretó su garganta.
-Padre mío – dijo -, padre mío, soy desdichada. ¡Ah! ¡Cuán lejana me parece Francia desde que soy reina de Inglaterra! ¡Cómo hecho de menos los días que se fueron!
Estaba luchando contra la tentación de las lágrimas.
-¿Acaso habéis emprendido este viaje para comunicarme esto? – dijo el rey serenamente.
-¿A quién sino a mi padre puedo confesar que no soy feliz?
El rey miró hacia la ventana, ahora oscura, cuyos cristales hacía vibrar el viento, luego a las velas y por fin al fuego.
-Ser feliz... – dijo lentamente -. ¿Y qué es la felicidad, hija mía?, sino ajustarse al propio destino.
Estaban sentados frente a frente en sitiales de roble.
-Soy reina, es verdad – dio Isabel en voz baja -, pero, ¿acaso se me treta como tal?
-¿Os han causado algún daño?
Su pregunta no implicaba ignorancia: sabía demasiado lo que ella respondería.
-¿Ignoráis, acaso, con quién me casasteis? – dijo ella -. Acaso es marido aquél que deserta de mi lecho desde el primer día? ¿Lo es aquél que a quien ni los cuidados, ni las deferencias, ni las sonrisas que provienen de mí, arrancan una sola palabra? ¿Aquel que huye de mí como si estuviera leprosa y distribuye, no entre favoritas sino entre hombres, padre mío, ¡entre hombres!, los favores que a mí me niega?
Felipe el Hermoso estaba enterado de todo ello desde hacía mucho tiempo y desde hacía mucho tiempo tenía preparada su respuesta.
-No te case con un hombre- dijo -, sino con un rey. No os sacrifiqué por error. ¿Tengo que enseñaros, Isabel, que nos debemos a nuestro estado y que no hemos nacido para abandonarnos a nuestros dolores humanos? No vivimos nuestras propias vidas sino la de nuestros reinos, y sólo en esto podemos buscar nuestra satisfacción... en ajustarnos a nuestro destino.
Al hablar, se había acercado al candelabro y la luz hacía resaltar los marfileños relieves de su rostro.
“Sólo hubiera podido amar a un hombre como él”, pensó Isabel, “y jamás amaré porque no encontraré otro igual”. Y luego, en voz alta, exclamó:
-No he venido a Francia a llorar por mi desgracia, padre mío; pero os agradezco que me hayáis recordado ese respeto de sí mismo que conviene a las personas reales; y que, para nosotros, nada ha de contar la felicidad. Ojalá que a vuestro alrededor todos pensaran igual que vos.
-¿Por qué habéis venido? Ella tomó aliento.
-Porque mis hermanos se han casado con tres zorras, padre mío, porque li he sabido y soy tan ávida como vos de defender el honor. Felipe el Hermoso suspiró.
-Sé que no amáis a vuestras cuñadas, pero lo que os separa...
-Lo que me separa, padre mío, es la honestidad.
Sé ciertas cosas que os han ocultado. Escuchadme, pues no traigo solamente palabras. ¿Conocéis al joven Gualterio de Aunay?
-Son dos hermanos a quienes siempre confundo. Su padre estuvo conmigo en Flandes. Ese de quien me habláis casó con Inés de Montmorercy, ¿no es cierto?, y está con mi hijo Poitiers, en calidad de escudero...
-Está también con vuestra nuera, Blanca, pero en otro menester. Su hermano menor, Felipe, que está al servicio de mi tío Valois...
-Sí – dijo el rey -, ya sé...
Un ligero pliegue horizontal marcaba su frente desprovista ordinariamente de toda arruga.
-¡Pues bien! Este está con Margarita, a quien elegisteis para que sea un día reina de Francia. En cuanto a Juana, no se le conoce amante; pero por lo menos se sabe que encubre los placeres de su hermana y de su prima, protege las visitas de los galanes a la torre de Nesle y cumple a maravilla un oficio que tiene un nombre muy antiguo... Y sabed que toda la corte habla de esto, excepto vos. Felipe el Hermoso alzó la mano.
-¿Vuestras pruebas, Isabel?
-Las hallaréis al cinto de los hermanos de Aunay. Allí veréis, colgando, las limosneras que envié el mes pasado a mis cuñadas, las cuales reconocí ayer sobre esos gentiles hombres, en la escolta que me acompañó aquí. No me ofende el poco aprecio que vuestras nueras hacen de mis obsequios. Pero tales joyas entregadas a escuderos no pueden ser sino pago de un servicio. Imaginad vos cuál. Si necesitáis otros hechos creo poder suministrároslos fácilmente. Felipe el Hermoso miró a su hija. Había lanzado su acusación sin vacilar, sin flaquear, con algo de determinado e irreductible en sus pupilas, en lo que se reconoció a él mismo. En verdad, era hija suya.
El rey se levantó y permaneció largo rato en pie ante la ventana.
-Venid dijo al fin -. Vamos a sus habitaciones.
Abrió la puerta, atravesó una habitación oscura y empujó otra puerta que daba al camino de ronda. De golpe, el viento de la noche los envolvió, y agitó e hizo flotar tras ellos sus amplios ropajes. Las ráfagas sacudían las pizarras de la techumbre. De abajo subía olor a tierra húmeda. Al paso del rey y de su hija se levantaban los soldados a lo largo de las almenas.
Las habitaciones de las tres nueras estaban en la otra ala del castillo. Cuando se halló frente a la puerta de las princesas, Felipe el Hermoso se detuvo un instante. Escuchó. Risas y chillidos de alegría llegaban a él a través de la hoja de roble. Miró a Isabel.
-Es preciso – dijo.
Isabel inclinó la cabeza en silencio y el rey abrió la puerta.
Margarita, Juana y Blanca lanzaron un grito de sorpresa, y su risa se cortó en seco.
Se entretenían jugando con unos títeres con los que reconstruían una escena inventada por ellas. La cual arreglada por un titiritero las divirtió mucho; pero irritó al rey.
Los títeres reproducían a los principales personajes de la corte. El pequeño escenario representaba la cámara del monarca donde estaba acostado en un lecho bajo dosel de oro. Monseñor de Valois llamaba a la puerta y pedía hablar con su hermano. Hugo de Bouville el chambelán, respondía que el rey no podía verlo y que había prohibido que lo molestaran. Monseñor de Valois se alejaba furioso. Acudían luego las figuras de Luis de Navarra y de su hermano Carlos. Bouville daba respuesta a los hijos del rey. Por último, precedido de tres guardias con sendos mazos, se presentaba Enguerrando de Marigny. Al instante se le abría la puerta de par en par, diciéndole: “Sed bien venido, monseñor, el rey tiene grandes deseos de veros.”
Esta sátira de las costumbres de la corte había irritado grandemente a Felipe el Hermoso, quien prohibió que se repitiera; pero las jóvenes princesas lo desobedecían en secreto y se divertían mucho más sabiendo que estaba prohibido.
Variaban el texto y lo enriquecían con innovaciones y burlas, sobre todo cuando manejaban las figuras que representaban a sus respectivos maridos.
Al entrar el rey e Isabel, se sintieron como escolares cogidos en falta. Rápidamente, Margarita cogió una sobrevesta que yacía sobre una silla y se la tiró encima para cubrir su escote demasiado amplio. Blanca echo para atrás su cabellera, desprendida al simular el enojo del tío Valois. Juana, que era la que conservaba más la calma, dijo con viveza:
-Hemos terminado, Sire, hemos terminado. Lo habáis podido oír todo sin sentiros ofendido. En seguida arreglaremos las cosas. Y dio unas palmadas.
-¡Hola! Comminges, Beaumont...
-Es inútil que llaméis a vuestras damas – dijo secamente el rey.
Apenas había mirado el juego; las miraba a ellas. La más joven, Blanca, tenía dieciocho años; las otras dos, veintiuno. Las había visto crecer, embellecerse, desde que llegaron a la corte a los doce o trece años para casarse con sus hijos. Pero no parecían haber adquirido más sensatez de la que tenían entonces. Jugaban aún con muñecas. ¿Sería verdad lo que había dicho Isabel? ¿Podía albergarse tan gran malicia femenina en aquellos seres que le seguían pareciendo criaturas? “Tal vez no conozco a la mujeres”, se dijo.
-¿Dónde están vuestros esposos? – preguntó.
-En la sala de armas, Sire – dijo Juana.
-Ya veis, no he venido solo – dijo el rey -. A menudo decís que vuestra cuñada no os quiere. Sin embargo, me he enterado de que os ha hecho a cada una de vosotras un muy hermoso presente...
Isabel vio extinguirse la luz de los ojos de Margarita y de Blanca.
-¿Queréis mostrarme esas limosneras que habéis recibido de Inglaterra? – prosiguió diciendo Felipe el Hermoso lentamente.
El silencio que siguió abrió un profundo abismo. De un lado estaban Felipe el Hermoso, Isabel, la corte, los barones, el reino; del otro, tres mujeres culpables y descubiertas para las cuales empezaba una espantosa pesadilla.
-¿Y bien hijas mías! – dijo el rey -. ¿Por qué ese silencio?
Continuaba mirándolas fijamente, con aquellos ojos inmensos cuyos párpados jamás se encontraban. Por fin habló Juana:
-Dejé la mía en París.
-Yo también, yo también – dijeron las otras dos, al instante.
Felipe el Hermoso. Lentamente se encaminó hacia la puerta. Sus nueras. Lívidas observaban sus movimientos.
La reina Isabel se había recostado contra la pares, y respiraba agitadamente.
El rey sin volverse exclamó:
-Puesto que dejasteis las limosneras en París, enviaremos a dos escuderos que vallan a buscarlas inmediatamente.
Abrió la puerta, llamó a un guardia y le dio la orden de ir en busca de los hermanos de Aunay.
Blanca no resistió más. Se dejó caer sobre un taburete, vacía de sangre la cabeza, detenido el corazón, y su frente se inclinó hacia un lado, como si fuera a desplomarse al suelo. Juana la sacudió con fuerza para obligarla a recobrarse.
Margarita, con sus pequeñas manos morenas, retorcía maquinalmente le cuello de un títere.
Isabel no se movía. Sentía sobre sí las miradas de Margarita y Juana. Le pesaba su papel de delatora, y de pronto experimentó una gran fatiga. “Seguiré hasta el final”, pensó.
Los hermanos de Aunay entraron presurosos, confundidos, empujándose casi, en su deseo de servir y de hacerse valer. Isabel extendió la mano.
-Padre mío – dijo -, estos caballeros parecen haber adivinado vuestro deseo puesto que traen colgadas de su cintura las limosneras que queríais ver.
Felipe el Hermoso se volvió hacia sus nueras.
-¿Podéis explicarme por qué esos escuderos se adornan con los regalos que os ha hecho vuestra cuñada? Nadie respondió.
Felipe de Aunay miró asombrado a Isabel, como un perro que no comprende por qué es apaleado, y luego volvió sus ojos hacia su hermano mayor en busca de protección. Gualterio tenía la boca entreabierta.
-¡Guardia! ¡Al rey! – gritó Felipe el Hermoso.
Su voz erizó los cabellos de todos los presentes y repercutió, insólita y terrible, a través del castillo y de la noche. Hacía diez años, desde la batalla de Mons- en-Pévéle, exactamente, en la que había reagrupado sus tropas y forzado la victoria, que no se le había oído gritar. Nadie recordaba que tuviera tal fuerza en su garganta. Por otra parte, fue la única palabra que pronunció de ese modo.
-¡Llamad a vuestro capitán! – dijo a uno de los hombres que acudieron. A otros les mandó que se quedaran a la puerta.
Se oyó una fuerte galopada por el camino de ronda, y apareció messire Alán de Pareilles con la cabeza descubierta, terminando de ajustar su uniforme.
-Messire Alán – dijo el rey – cuidaos de esos dos escuderos. Calabozo y cadenas. Tendrán que responder ante mi justicia. Gualterio de Aunay quiso encontrar una salida.
-Sire – balbuceó -, Sire...
-Basta – dijo Felipe el Hermoso -. Desde ahora os dirigiréis al señor de Nogaret. Messire de Pairelles – prosiguió -, las princesas permanecerán bajo vuestra custodia hasta nuevo aviso. Prohíbo que ninguna de ellas salga de aquí. Prohíbo que nadie, ni sus criadas, ni sus parientes, ni aún sus mismos maridos penetren en esta sala o hablen con ellas. Vos me responderéis.
Por sorprendentes que fueran tales órdenes, Alán de Pairelles las escuchó sin pestañear. El hombre que había arrestado al gran maestre de los Templarios no podía asombrarse por nada. La voluntad del rey era su única ley.
-Veamos, caballeros... – apremió a los hermanos de Aunay, señalándoles la puerta.
Al ponerse en marcha, Gualterio dijo por lo bajo a su hermano:
-Oremos, hermano mío, todo está perdido...
Y luego, sus pasos, confundidos con los de los soldados, fueron apagándose sobre las losas.
Margarita y Blanca escucharon aquellos pasos que se llevaban sus amores, su honor, su fortuna, su vida entera. Juana se preguntaba si lograría disculparse alguna vez. Bruscamente, Margarita arrojó al fuego el muñeco destrozado.
Blanca estaba a punto de desvanecerse de nuevo.
-Ven, Isabel – dijo el rey.
Salieron. La joven reina de Inglaterra había ganado: mas se sentía cansada y extrañamente conmovida, porque su padre le había dicho: “Ven, Isabel.” Era la primera vez que la tuteaba desde su infancia. Rehicieron el camino por el corredor de ronda. El viento empujaba desde el este enormes nubes oscuras. El rey pasó por sus habitaciones y tomando un candelabro de plata se fue en busca de sus hijos.
Su enorme sombra se hundió en la escalera de caracol. El corazón le pesaba dentro del pecho, y ni siquiera sentía gotear la cera en su mano.

Los Reyes Malditos I - El rey de hierro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora