El escaparate.

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Tengo las piernas dormitadas tras haber arrancado todo mi vello corporal. El frío se siente peor sin la fina capa que me protegía. Supongo que es irónico, ya no tengo nada que me proteja. Calipsa Aquilan, mi estilista, escruta con la mirada cada centímetro de mi piel completamente expuesta. Escudriñando mi espalda como si se tratara de un mapa.

-¿Por qué estás tan delgada? El distrito 4 es uno de los más ricos, ¿tienes problemas con la comida?

Su falsa preocupación parece real durante un instante.

-En el 4 no falta comida. A menos que vivas en el orfanato.

-¿Cómo es tu vida ahí?

Me desagrada hablar de mi poca atractiva vida con alguien que tiene lo que quiere con tan solo apretar un botón. Pero aun así contesto.

-Como ya he dicho, la comida escasea en lugares como el mío. Pero no porque no llegue, los tutores se la quedan. Hace unos años, mi hermano estaba muerto de hambre, intenté conseguir algo para darle… Me pillaron. De eso son las marcas de la espalda.

-¿Latigazos?

Asiento levemente. Estar a punto de entrar en la Arena hace que la idea de volver a estar bajo el látigo parezca atractiva.  

Calipsa me sonríe a través del espejo. Hasta este momento no me había dado cuenta de lo paradójico que es su aspecto. Me asusta pensar en que van a hacerme, pues ella es una grotesca mancha de pintura rosa y purpurina.

-No me explico cómo puedes recordar tanto a Annie y ser tan diferente a ella.

No es la primera vez que me lo dicen. Compartimos la mirada, pero se queda en eso, la mirada.

-Es por los ojos.

-Unos ojos preciosos, tengo que admitir.

Me deja vestirme con una bata blanca y comienza a juguetear con mi pelo. Traza enredaderas imposibles hasta conseguir que se ondule como las olas del mar. La sorpresa llega cuando vierte purpurina azul y blanca sobre mí.

-Todo queda mejor, con un poquito de fulgor.-Dice ella, pero yo no lo veo.

Unas horas después luzco lo que podría ser el vestido más incómodo y bello que me he probado. Comienza con una suave capa de azul en el inicio de mi pecho, pero se vuelve más oscura hasta alcanzar la pierna. Al rozar esta  zona,  se torna en pequeños remolinos blancos.

Soy el mar.

-No sonrías.-Me advierte Finnick, que se encuentra a unos metros de mí, apoyado en el carruaje.- ¿Recuerdas lo que acordamos?

-Mostrarme fría y ruda, como si no me sintiera atrapada entre dos paredes enormes de miedo.

-Como un sándwich de queso y pánico. 

Mi rostro se contrae en confusión, pero no pregunto, no quiero ponerme más nerviosa.

Veo a Sean y a Ray, mi compañero de distrito, acercarse a nosotros. El también trata de calcar el mar y se ve tan radiante como yo.

-Alerta perros rabiosos. -Susurro lo suficientemente bajo como para que solo me escuche Finnick.

Ray mide casi dos metros y probablemente tiene más músculo que hueso. No he hablado mucho con él, aunque si lo suficiente como para saber que es un mal bicho.

-Estarías guapa, si fueras guapa. -Dice al pasar por mi lado, y debo admitir, que eso me entierra la autoestima.

-Lo mismo te digo.

Mis ojos se humedecen, no solo por lo que ha dicho Ray, hay demasiada presión acumulada. Finnick me toma del brazo y me aleja de todo el gentío.

-Estás preciosa hasta romper la escala.- Es gracioso que lo diga él, el sueño erótico de las capitolinas.- Eres el mar. Tan admirable y sublime como el mar.

Soy consciente del rubor de mis mejillas porque la temperatura de mi cara ha subido drásticamente. Me fijo en la pequeña caracola que lleva colgada al cuello con la ayuda de una tira de cuero. Es del 4, de casa.

-¿Me la prestas?

Al principio parece dudar, pero cede rápidamente. La coloco en mi cuello y siento de nuevo el mar.

-Lo que yo decía, como el mar.

Regresamos y subo al carruaje. Los segundos pasan lentos e incómodos al lado de Ray mientras esperamos la salida de los carros.  

Cuando nuestros caballos comienzan a avanzar y el viento nos da de frente, los remolinos blancos de nuestras vestimentas se ondean fabricando olas. Ahora todos nos miran, por suerte, la presión que me da las miradas atentas del publico me ayuda a mantener la seriedad. Algunos gritan mi nombre, el de mi hermana, o  mi apellido. Debo admitir que una parte de mí disfruta este momento,  pero otra solo piensa en lo que dijo Sean “un producto difícil de vender". Sus gritos es la comida del cerdo al que ceban antes de matarlo y prepararlo para la cena.

Eso es realmente Los Juegos del Hambre, un concurso de ver quién muere mejor. Un lugar que convierte el futuro en resignación, la muerte en rutina, y el odio en lentillas.

Y todas esas personas me miran atentamente preguntándose si voy a morir. Les da igual la mierda mientras no les salpique. Me gustaría gritarles todo lo que pienso, pero solo miro al frente y sonrío levemente, no sea que se piensen que pienso. 

La historia de un derrumbamiento.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora