El enemigo

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Estoy tumbada mirándole, consciente de que no tengo aún el control total de mi cuerpo. Aprieto las manoshúmedas contra la tierra para comprobar que he perdido el cuchillo.

¿Por qué me ha sacado del río? Ya estaba prácticamente muerta.

Me niego a aceptar que sea para matarme con dolor y sufrimiento, ni siquiera Los Juegos del Hambre nos convierten en esa clase de monstruos.

-Veo que a la chica de la costa no se le da bien nadar. -Rompe el silencio con la sonrisa irónica que solo él sabe fingir.

-¿Por qué no estoy muerta?

Trae de vuelta la media sonrisa ganadora, como si tuviera el secreto más maravilloso del mundo escondido entre los dientes.

-Se podría decir que la suerte está de tu parte.

No pregunto más, porque no puedo asimilar más respuestas. Simplemente me levanto como puedo, mareándome un poco. Empiezo a caminar, ignorando a Ray, porque de alguna forma sé que no va a hacerme daño.

-¡Eh! Chica de la costa, ¿A dónde se supone que vas?

 Durante un instante recuerdo uno de los consejos que más me repitió Finnick: ser simpática desde el punto de vista de los patrocinadores.

-Tengo cita con mi maquillador.

Su molesta risa se mezcla con el sonido de mi cuerpo deslizándose por una de las paredes hasta encontrar el mullido pasto.

Hace más frío del que he pasado en mi vida, pero apenas soy consciente de él por culpa del mareo. Veo a Ray acercarse hasta mí.

-Toma esto. –Aparta mi cuerpo de la roca y pasa una manta gruesa por mi espalda, luego la envuelve por mis rodillas encogidas. – O morirás de hipotermia.

-Pues mejor para ti ¿no?

No responde al momento, se sienta a mi lado y me mira. Desde este ángulo la luna refleja sus ojos perfectamente.

-Tal vez no quiera que mueras.

Un nudo se forma en mi estómago. No digo nada, incluso tengo que recordar como respirar. No sé qué quiere decir con que no quiere que yo muera, pero eso en la Arena es como amar a alguien, supongo. Yo no quiero que él me quiera.

-Descansa, yo haré guardia. Te despertaré temprano para que vayas con tu maquillador, te va haciendo falta.

Hago un intento de protesta, pero mis músculos se relajan y me dejo llevar por el sueño antes de entrar en otra discusión.

¡Bum!

Me estremezco al escuchar el cañonazo. Abro los ojos, luego los cierro por la luz cegadora que nace ante mí. Vuelvo a abrir los lentamente mientras me levanto.

Ray está frente a mí abriendo un paracaídas. Toso y se da cuenta de mi presencia.

-Nos han mandado esto.

Es sopa. Menos mal, estaba desfalleciendo del hambre. También han mandado dos cucharas, así que podemos dar pequeños sorbitos poco a poco. Guardamos  la mitad para después y reemprendemos la caminata.

Al rato, le oigo decir:

-Eres buena corriendo, me costó mucho encontrarte anoche.

-Podrías simplemente haberme llamado.

-¿Hubieses parado?

En eso tiene razón, si hubiese sabido que era él, probablemente hubiera corrido más.

-Tenemos que llegar a la zona norte antes del mediodía. Quedé con Sebas en vernos allí.-digo las palabras con cuidado, porque cabe la posibilidad de que no le guste lo que estoy diciendo.

-¿Tienes una alianza con el chico del diez?

-Algo así. Es mi amigo.

-Nosotros también somos amigos. –Pasa su brazo sobre mis hombros y al mirarle tiene de vuelta esa media sonrisa.

-Amigos que respetan el espacio vital mutuo. –Susurro mientras me deslizo lejos de él.

Unas palabras salen de su boca, pero el sonido queda disimulado por el fuerte ruido que hace una de las paredes del laberinto al moverse un par de kilómetros por detrás de nosotros. Y luego otra más cerca. Y la siguiente nos pisa los talones.

-Mierda. ¡Corre!

El suelo tiembla bajo nuestros pies. Ray me toma de la mano y por primera vez no me siento incomoda, porque lo hace como modo de supervivencia. Tira de mí por los diferentes callejones, hasta das a un pasillo recto y extenso, sin prolongaciones.

A medio kilómetro, una pared baja rápidamente frente a nosotros, no llegaremos antes de que toque el suelo y nos corte el paso. Las paredes comienzan a estrecharse. Tengo miedo. Me sudan las palmas. Mis piernas arden y cada vez nos ralentizamos más.

Recuerdo algo que aprendí en la Ruta Suicida, que al final parece haber dado sus frutos.

-Cuando lleguemosa la pared, –comienzo a decir entre jadeos- tírate al suelo y rueda.

-Pero –él también está sofocado- nos aplastará.

Lo sé, por eso trato de buscar rápidamente algún recuerdo de mi infancia, o algo parecido. No hay nada, además estamos a treinta metros de la puerta y ya casi coge la altura de Ray.

Entonces algo pasa por mi mente, una mirada de mar bañado de amanecer. Finnick.

-Soy así de masoquista. –Calco las palabras que me dijo la primera noche en el tren y puedo escuchar a Ray resoplar con fuerza a modo de respuesta.

Y entonces apretamos aún más el paso. Y nos tiramos bruscamente al suelo. Y rodamos. Y escucho el ruido de la pared a mi lado.

Estamos salvados. 

La historia de un derrumbamiento.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora