10) Calor

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El camino era oscuro, estrecho, flanqueado por paredes invisibles que le impedían salir de la senda. El miedo era absoluto, perpetuo, torturante. Adelante vislumbraba algo naranja, como una luz, quizá una fogata. Imaginaba que, de alcanzar aquella luz, se hallaría a salvo. Tras él, pisándole los talones, un póker de monstruos de pesadilla le pisaban los talones. Román no sabía de dónde habían salido, ni cuándo, ni por qué estaba en aquella senda; sólo sabía que de no correr podía darse por muerto.

Eran monstruos grandes como caballos, negros, de grandes ojos rojos como ascuas. La cola inhiesta, las zarpas al aire, los gruñidos amedrentadores... y lo peor, lo seguían, le daban alcance, lo querían matar. ¿Qué les había hecho él?

El miedo le hacía sacar fuerzas de donde no las había, así que siguió corriendo, acercándose cada vez más a aquella luz naranja de delante, de la cual, cuánto más cerca, más era el calor que de ella provenía. Mientras corría, un pensamiento más aciago que su situación actual empezó a cobrar forma en su subconsciente.

Tras él, los monstruos se acercaban cada vez más. Pero él también se estaba acercando a aquella luz naranja, al infierno. La luz provenía de allí, no de una fogata como había supuesto sino de un fuego de enormes dimensiones, gigantesco, aterrador, y el calor que emanaba de él era agobiante.

Pronto el calor se hizo insoportable, de tal modo que sentía la piel arder. Aún estaba lejos, si seguía corriendo, se achicharraría antes de llegar al fuego mismo. «Al infierno ―pensó―. Este camino lleva al infierno». Así que se detuvo, mejor morir desgarrado que asándose a fuego lento.

Apenas se había detenido, los gigantescos monstruos saltaron tras él. De sus fauces brotaron grandes llamaradas y Román empezó a arder y a gritar.

Despertó en la cama de su apartamento. Estaba rodeado de fuego; las paredes, los tapetes, la mesa y las sillas, la cama... él mismo ardía como antorcha. Despertó gritando de una pesadilla, siguió gritando en la realidad. ¡Un incendio!

Atravesó los cristales de una ventana con su cuerpo envuelto en llamas. Vivía en el décimo piso. Cuando se estrelló contra el pavimento puso fin al dolor que aquel calor lacerante le provocaba.

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