32) Durmiendo

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Desperté preso de un extraño temor. Un temor hondo que me caló hasta los huesos, corroyéndome el alma. Estaba rodeado de oscuridad, la oscuridad normal en mi habitación, con las luces apagadas y las ventanas cerradas a cal y canto.

Pero el miedo persistía. Traté de recordar si estaba soñando, puesto que el miedo que sentía era semejante al de cuando despiertas de una pesadilla, aunque no igual. Por más que forcé la memoria, no logré captar la reminiscencia de ningún mal sueño.

Entonces, ¿a qué se debía ese miedo?

La vista se fue acostumbrando a la oscuridad de la habitación. Vi el perfil del mueble con la televisión en el otro extremo; a la derecha estaba el escritorio con mi ordenador; y, a la izquierda, el armario ropero con la puerta del baño a un costado.

«¡El baño!» Mi miedo se hizo más fuerte, si cabe, mientras observaba el contorno oscuro de la puerta, o mejor pensado, del vano, ya que la puerta estaba entornada. La oscuridad a través del hueco era más negra que todo lo demás, y mientras observaba, mi corazón aumentaba la velocidad de los latidos. Creí entrever una forma más negra aún mirarme, pero parpadeé y ya no estuve seguro.

Seguí mirando el vano, hasta que percibí un sonido tan normal para mí en otras ocasiones (y que quizá por estar somnoliento no le había prestado atención), pero que esa vez me erizó hasta los vellos del c... y todo el cuerpo. ¡Era la respiración de mi esposa!

El meollo es que, a mi esposa la maté hace tres días y la enterré en los terrenos que colindan con el pueblo.

El ritmo de la respiración se corta, su torso se endereza, su rostro descarnado, con gusanos reptando entre los nervios y los huesos, me mira y en sus ojos veo la ira, el dolor, la venganza y la muerte.

Sus labios que son sólo un girón de piel, se estiran, enseñando por completo sus dientes en una sonrisa aterradora.

¡Es el momento en que empiezo a gritar!    

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