El despertador sonó a la hora de costumbre: las cinco de la mañana. O al menos fue lo que Fred creyó. Alargó la mano para acallar ese ruido estridente y abrió los ojos; lo único que veía era negrura, o, mejor dicho, lo que no veía. Se frotó los ojos con energía, incapaz de entender lo que ocurría. Todavía estaba adormitado, así que aún no sintió miedo.
Tras frotarse los ojos, descubrió que nada había cambiado. Miró a la ventana para descubrir el aura amarillenta del amanecer, pero seguía sin ver nada. Miró hacia la puerta, a la cama, sus manos... Pronto se encontró totalmente despierto, y el miedo empezó a adherirse y solidificarse como una fea capa de grasa. ¡Estaba ciego!
«¡No, no! ―se dijo―. No, no es cierto. No es cierto». Pensó en posibles explicaciones. ¿Un eclipse, alguien tapió por completo la habitación, algo pasajero, todavía soñaba? Pero nada tenía lógica. Nadie se queda ciego de la noche a la mañana, ¿verdad? ¿O sí? ¿Qué sabía el de enfermedades? Lo suyo eran las coles, las lechugas y los repollos. Era un granjero muy cotizado en la región. ¿Pero de enfermedades?, un hombre de treinta años no se preocupa por pequeñeces. En todo caso, ¿es la ceguera una enfermedad?
Era muy joven para que empezara a perder la vista, y si la pierdes es un proceso largo, de muchos años, no de pocas horas. Apenas ayer él podía ver el piojo en el cuervo que vivía atormentándolo. Incluso había mirado la lluvia de estrellas fugaces que tanto anunciaron en la tele. Había sido un espectáculo muy hermoso. Después de eso se había ido a dormir, y nada más. No sabía lo que había ocurrido. Sólo sabía que estaba ciego, y eso era lo más aterrador de todo. Era como perder todo de golpe, lo perdía todo, ¿por qué? ¿Por qué a él?
Estuvo en la cama temblando y sollozando largo rato. Descubrir de pronto que has perdido, puede que, el sentido más importante de todos, no era para menos. El sentimiento de acongoja que lo acompañaba era sencillamente avasallador. Cuando por fin se animó a bajar de la cama, lo hizo a tientas, con las piernas temblorosas, ubicándose por el recuerdo que tenía del lugar de las cosas.
Se vistió a tientas y buscó los zapatos. «Debo llegar a la ciudad ―pensó―. Es probable que no sea grave. Me curarán». Cuando se ponía el segundo zapato, alguien tocó a la puerta. En un instante de ingenuidad pensó que iban a ayudarle.
―¡Hey! ¡Aquí! ―gritó― Necesito ayuda.
Nadie respondió. Tampoco llamaron a la puerta durante unos minutos. Casi como si su voz lo hubiera espantado. Siguió pidiendo ayuda mientras terminaba de calzarse. Luego se ubicó hasta encontrar la puerta. Cuando salió al corto pasillo, empezaron a llamar de nuevo, esta vez con golpes más enérgicos.
―¡Ya voy, ya voy! ―gritó―. Tan siquiera hable hombre, ¿o es qué perdió la voz?
Pensó que sería una gran ironía que fuera un mudo repentino buscándolo para pedir ayuda. «Si yo perdí la vista, ¿por qué no iba nadie a perder la voz». Al principio el pensamiento le causó gracia, pero no era nada gracioso, era un pensamiento muy aterrador. ¿Qué sería del mundo si repentinamente todos perdían alguno de sus sentidos? Decidió que era mejor no tomar esos derroteros.
Empezó a caminar hacia la puerta, a la que no llamaban, sino que aporreaban con insistencia. Entonces cayó en la cuenta que no llamaban a la puerta de enfrente sino a la trasera. A menos que hubiera perdido la orientación. «No. Mi habitación está a mis espaldas. Así que sí, aporrean la puerta de atrás».
Sin despegar una mano de la pared, siguió caminando. De pronto dejaron de golpear, como si supieran que él ya iba a abrir. Esto le causó más miedo que el continuo aporrear de antes. Empezó a preguntar quién era, qué necesitaba, pero ninguna voz le respondió. Un miedo cerval empezó a anidar en su ser. No el miedo que tenía a quedarse ciego por el resto de su vida, sino algo más profundo y visceral, un miedo que lo hizo dudar si ir a abrir o no.
Lo cierto es que siguió avanzando, cada vez con pasos más cortos e inseguros. Afuera, escuchó a alguien rebullir. «O algo», pensó su sugestionada mente.
―¿Aún sigue allí? ―preguntó cuando llegó a la puerta. Afuera imperaba absoluto silencio. Fred tenía la certeza de que alguien o algo le esperaba afuera.
Pero se había quedado ciego. Y lo cierto es que tenía que salir, tarde o temprano. Y decidió que era mejor hacerlo temprano. Abrió la puerta sólo una rendija, con la remota esperanza de ver el sol brillar afuera, pero todo siguió negro como boca de lobo. La abrió un poco más. Entonces algo restalló como un látigo y el dolor en la cara se expandió como una ola.
―¡Arrrgg! ―gritó y calló al suelo.
Se llevó las manos al rostro, y sintió la sangre cálida escurrirse entre los dedos. Restallaron más látigos y el dolor se expandió al resto de su cuerpo. Gritó de dolor, hasta que dejó de sentir dolor y una oscuridad más oscura que la de sus ojos se abatió sobre él. Jamás supo lo que ocurrió.
*****
Para los que han leído El Día de los Trífidos de John Wyndham no será una sorpresa que les diga que este relato está inspirado en esa maravillosa obra. Digamos que Fred fue uno de los desdichados que tras ver el espectáculo de luces amanece al otro día ciego, sin idea de lo que ocurre. Tampoco imagina el terror que los trífidos están a punto de desatar en el mundo. Y sí, los que lo esperaban a la puerta eran unos trífidos.
Y los que no la han leído. ¿Qué esperan? Es una novela que no debe faltar en el anaquel de alguien que se diga lector.
Esperoos haya gustado. Comenten qué les pareció.
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Cuentos cortos de terror ✔
HorrorEl verdadero terror no necesita muchas palabras para ser expresado. Este libro es sólo para valientes. ¿Te atreves? Historias aterradoras cortas. Cualquiera de las historias oscila en extensión de 200 a 700 palabras, por lo que no se toma más de do...