19) Sobre la cómoda

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La mujer era endiabladamente atractiva. Cruzaba las piernas con elegancia y fumaba un pitillo cuyo humo se elevaba en una diminuta voluta. El caballero, que se llamaba Osmand, llevaba largo rato observándola desde su lugar en la barra. A la bella dama la habían abordado varios clientes, hombres distinguidos a juzgar por sus modales y vestiduras, pero la mujer los había despedido con elegancia.

Tras mucho rato animándose a sí mismo, Osmand decidió probar suerte. Se acercó y la saludó con buenas maneras, a lo que la dama replicó con idéntica educación. Se llamaba Helen, según le dijo, y él se ofreció a pagar su siguiente trago. Pensó que lo despediría como había hecho con los anteriores caballeros, excusándose que estaba esperando a alguien más; por el contrario, le sonrió y aceptó encantada.

A ese trago le siguió un segundo, y a este un tercero. Charlaron sobre cosas vanas al principio, dejando caer un gesto, una mirada, un roce de manos de vez en cuando para que constara que eso no moriría en una simple charla y unos tragos. Cuando circuló el séptimo trago, sabían que habría algo más.

―Tengo que regresar a casa, pero mi cochero se ha retrasado ―dijo Helen.

Osmand percibió su sonrisa incitadora, y supo que no existía tal cochero. Pero la promesa que la sonrisa velaba, esa, vaya que sí era real.

―Mi honor me obliga a no dejarla marchar sola. Tendré que acompañarla.

―Será un honor, aunque no quisiera causar molestias.

Despidió a su cochero, y condujo él mismo. En las partes donde había poca luz, las manos se escabullían bajo las ropas y sus bocas se encontraban, para mantener gestos solemnes cuando pasaban bajo una farola.

La casa de Helen estaba muy lejos, en una hacienda poco conocida. Tardaron una hora en llegar, pero fue un tiempo bien empleado. La bella dama encendió una lámpara en la vetusta sala y después escanció dos copas de vino.

―Es un vino especial ―susurró con una promesa implícita―, para encender la pasión.

Osmand no necesitaba de ningún brebaje para excitarse, pero bebió.

Subieron las escaleras entre besos y arrumacos, las prendas adornando los escalones a medida que subían. No sabía si era por el vino, pero sentía una pasión arrebatadora. Incluso se sentía un poco desorientado, aunque claro, no necesitaba mucha orientación para encontrar las carnes de Helen.

Entraron a una habitación donde la luz tenue de una lámpara iluminaba de forma opaca. En una cómoda, en la pared de un extremo de la cama, vio unos bultos que se le asemejaron cabezas de hombre. En esos instantes no estaba para tales preocupaciones.

Las últimas prendas cayeron al suelo y se lanzaron a la cama. Cuando la penetró, estaba tan mareado que miraba a la mujer de forma borrosa, pero supuso que era efecto de la borrachera. Incluso sentía los músculos adormilados y sin fuerza. Helen debió darse cuenta porque lo tumbó en la cama y se subió a horcajadas sobre su cadera. Se podría decir que ella hizo todo.

En medio del acto, Osmand se fijó en las cabezas sobre la cómoda. ¡Eran seis cabezas humanas! Y las seis lo miraban. Las pupilas de sus ojos se movían, siguiendo los movimientos de la mujer que le hacía el amor. Aterrado pensó en quitársela de encima, pero sus manos apenas temblaron como respuesta. Probó con el resto de su cuerpo, pero ninguno de los músculos le respondió. Ni siquiera pudo abrir la boca cuando intentó gritar.

La mujer le sonrió con deleite ante su desconcierto. Cuando le vino el orgasmo, gritó extasiada.

―Duerme, querido ―dijo, y Osmand durmió.

Cuando despertó, tardó un minuto en descubrir que sólo podía mover los ojos. Con horror se dio cuenta que era la séptima cabeza sobre la cómoda. Y ninguno podía hacer más que ver; ver cómo la mujer le hacía el amor a otro hombre en la cama.

Con humor negro pensó que habría que agregar una nueva cómoda para colocar la nueva cabeza.

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