Capítulo 17

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Diciembre 2000 —Jared

Contar los días de mi vida o hacer balances espirituales no era lo mío. No obstante, sabía que mi alma llevaba llena unos setenta días y el sentimiento era placentero. Setenta días desde que había cambiado mi existencia y el pensamiento por fin no me daba temblores internos.

Mirando atrás, me preguntaba cómo había podido ser tan ciego y haber gastado energía en resistirme. Sin entrar en detalles, suponía que era cosa de «recorrer el camino» y «todo a su tiempo», citas del libro «chorradas y otras cosas por aprender antes de cumplir los ochenta». Había adquirido tanta experiencia que podría escribirlo antes de cumplir los veinte y apostaba que sería un éxito de ventas. La Tierra rebosaba de gilipollas con caras de duros y corazones de conejitos que se acobardaban ante un par de ojos brillantes. Siempre, siempre existía el par de ojos culpable de su derrota y los pobres podían esconderse pero no podían huir. Bueno, yo había aprendido la lección, y aquí estaba hoy, novedad, bien conmigo mismo.

Verifiqué el reloj, un poco preocupado porque Íria tardaba en aparecer.

Era la víspera de Navidad y como cada ocasión que implicaba al gordo dueño de siete renos, yo era el anfitrión de la fiesta. Puesto ocupado por mí, pero competencias a cargo de Cedric.

Era un encuentro íntimo, solo unas cuarenta personas. No estaba seguro de quién eran los que habían tenido el honor de ver su nombre en la lista, Cedric se había encargado del aburridísimo proceso de elegir a los ganadores. Pero había visto algunas caras conocidas y la gente parecía contenta, incluso feliz.

Aprobaba el sentimiento. Era la reflexión del día. ¿Qué digo? Del mes y del entero puñetero año.

Me reí viendo que Liza acosaba a Cedric para ponerse unos cuernos de reno, en conjunto con los de ella. Verifiqué el estado de mi gorro de Papa Noel, colocándolo bien en mi cabeza. Cedric no había llegado a aprender la lección número uno del susodicho libro: «no gastes tiempo y energía en oponerte; al final, ellas siempre ganan».

Acepté unas cuantas felicitaciones y les sonreí a los del alrededor. Otra lección aprendida. No dolía mucho sonreír y me ahorraba dolores de cabeza. Di una vuelta por toda la planta baja, verificando el estado de las cosas y gastando tiempo hasta que apareciera Íria.

Cuando volví desde la cocina, la vi en la entrada, acosada por Liza que hacía el oficio de mayordomo. Me molestó no ser el primero en recibirla.

—Para ya —le grité a su amiga desde la distancia, apresurándome en llegar—. Desnudarla es mi prerrogativa.

—Idiota —me reprochó Íria, sonriendo. Se arropó dentro de mis brazos y metió la nariz en mi pecho, pero había tenido tiempo de ver la tensión en sus facciones y el dolor escondido en las profundidades de su mirada. Reconocía los efectos de un espectáculo indeseado en su casa. Me puse rígido, odiando con todo mi ser al hombre que se llamaba a sí mismo padre.

—¡Abrazo de grupo! —gritó Cedric por encima de la música. Al contado los dos nos vimos envueltos bajo otros cuerpos que empujaban y saltaban, chillando encantados.

Procuré proteger a Íria pero era una tarea imposible si no fueras Hércules. Era fuerte pero no podía aguantar el asalto sostenido de los otros. Un flipado con demasiado alcohol en sus venas gritó:

—¡Chicos! Estamos bajo el muérdago.                                 

—¡Besos! ¡Besos! ¡Besos! —chilló toda la pandilla.

Sentí a Íria riéndose en mi camiseta. ¿Los cretinos se imaginaban que llegarían a besar a mi chica? Ni en un millón de años. Vamos, que esto significaba aprovecharse de mi hospitalidad, y se los dije:

Sencillamente perfecto (SIN EDITAR) - TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora