Sebastian Verlac

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Dicen por ahí que no existen las coincidencias, sólo lo inevitable. Si es verdad o mentira es algo que nadie sabe con certeza. Lo único cierto en los hechos de la vida de Clarissa Morgenstern era que tanto su pasado, presente y futuro estaban a punto de colisionar a causa de la llamada hecha a su madre semanas atrás para anunciar su boda y próxima visita, justo cuando en otro sitio y al mismo tiempo un hombre exitoso decidía tomarse unas vacaciones para ver a sus padres, a quienes no veía desde hace mucho. Si ambos se coordinaron accidentalmente o no, es un misterio que sólo puede achacarse al caprichoso destino.

Tras una noche nada apacible Clary despertó a causa de los insistentes besos en su cuello y las caricias que unas manos daban a su muslo, así como la molesta sensación en su espalda baja, perteneciente a la erección de su novio.

–Jace, quiero dormir –murmuró.

–Vamos amor, anoche no pude hacértelo –ronroneó llevando una de sus manos a la entrepierna de ella.

–¿Y de quién fue la culpa? –sentenció la chica mientras se removía entre las sábanas para escapar al toque del rubio.

–Tuya. Te fuiste a quién sabe dónde y me quedé dormido esperándote –soltó cínicamente su prometido e intentó atraerla hacia él de nuevo.

"Pero hay que ver" pensó la pelirroja huyendo nuevamente. Es cierto, había ido a ese lugar pero no tardo tanto, cuando regresó, el campeón que podía hacerla olvidar estaba roncando a pierna suelta. ¡Ni siquiera le había dejado espacio en su propia cama! Ahora él quería acción cuando ella no pudo conciliar el sueño, pues aunque lloró dos veces antes de acostarse, cuando finalmente lo hizo, lejos de descansar tuvo pesadillas muy realistas, casi podía jurar que alguien la observó todo el tiempo que tardó en salir el sol, así que estaba agotada e irritada para lidiar con él. Normalmente hubiera accedido a sus deseos, pues el sexo era un buen tratamiento para el dolor de cabeza, como el que sentía en ese momento, pero su cuerpo entero se negaba a ser tocado por el rubio a su lado.

–¿Qué pasa? Siempre lo hacemos al despertar –recriminó Jace tras recibir un manotazo por parte de su chica para alejarlo. Ser rechazado no le gustaba nada.

–Estamos en casa de mis padres –soltó–. ¿Qué pasa si entran y nos ven?

–¿En serio? ¿Has olvidado cuantas veces lo hicimos en el despacho de mi padre?

Clary se sonrojó al escucharlo, porque ciertamente habían tenido relaciones en muchos lugares donde no deberían y el sitio en cuestión estaba en casa de los padres del ojidorado, así que cualquier miembro de la familia Lightwood podía entrar sin previo aviso. Sin embargo, ese era el punto. Tenerlo dentro de ella encima de la mesa o la silla era una apuesta arriesgada con consecuencias bochornosas si eran descubiertos, pero también resultaba excitante. La adrenalina que producía la incertidumbre hacía de sus encuentros sexuales algo exquisito y cuál drogadictos no pudieron evitar realizar la misma hazaña una y otra vez después de la primera.

–No es lo mismo –dijo vacilante, sabía que su argumento era débil, el pudor no era una excusa que fuera acorde con ella.

–¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué tu madre entre y se lleve una espectacular visión de todo esto? –su chico hizo un ademán con la mano para señalar su bien esculpido cuerpo. Al ver que ella no contestaba finalmente empezó a preocuparse. No entendía la actitud de la pelirroja –. Algo te pasa, ¿te sientes mal?

–No. Todo está bien. Voy a ducharme. Ocupa mi baño, usaré el del pasillo.

Sin darle tiempo a responder, el rubio vio como la ojiverde cogía una bata para cubrirse antes de salir corriendo de la habitación.

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