Cuenta regresiva

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Cuando era niña Clary sólo deseaba una cosa, ser mayor y poder comprar lo que quisiera sin que sus padres metieran la nariz. Ahora que era adulta quería regresar a los pacíficos días de su infancia, cuando ella y Jonathan se escabullían por las noches al techo para ver las estrellas o simplemente se desvelaban viendo las películas que su sobreprotectora madre no quería que vieran. Clarissa Morgenstern daría todo lo que había logrado –su puesto como curadora de arte, su departamento en Manhattan, su preciado Van Googh y su amado gato Pixie– para no equivocarse en su juventud, si pudiera, reharía todo y esta vez no se involucraría con su hermano, evitaría que sus locas hormonas adolescentes le jugarán una mala pasada que la arrojó a los brazos del hombre prohibido que era Jonathan –"Sebastian" se recordaba constantemente antes de abofetearse mentalmente por empeñarse en cumplir el capricho del rubio–.

Cuatro días habían pasado desde la pelea con Simon y las cosas estaban desbordándose, era fácil notarlo, el antiguo mutismo del ojinegro se transformó en comentarios insolentes y maliciosos que crispaban fácilmente a su mejor amigo; todos, incluido Jace, eran conscientes de eso, pero aunque sentían curiosidad, ninguno preguntaba nada, todavía, pero no tardarían, sobre todo por los eventos más recientes en la casa. Noches atrás, cuando el músico quiso hablar con ella como si nada hubiera ocurrido, la pelirroja se negó y eso fue todo lo que necesitó Sebastian para empezar una guerrilla absurda, todo gracias a su descarada opinión sobre adolescentes sin gusto que adoraban bandas absurdas porque un cantante de quinta las ponía calientes, aquello molestó al castaño –la ojiverde no sabía cómo, pero su hermano conocía la existencia de Maureen, la loca puberta autodenominada fan número uno de The Mortal Instruments porque amaba a su vocalista–, ante semejante ataqué el de lentes murmuró algo sobre pervertidos calenturientos en la cena –ella casi se ahogó con el vino al oírlo–. Después de eso la guitarra favorita de Simon fue atropellada accidentalmente por Jace cuando regresaba de la ciudad –nadie supo cómo llegó el instrumento a la calle, pero ella sabía perfectamente quién era el culpable–. A ojos de cualquiera se trataba de un objeto fácilmente reemplazable, pero no era sí, fue el último regalo que el padre del compositor le dio antes de morir, un gesto mudo que representaba su apoyo incondicional, no era una niñería como lo llamó su prometido. Ese incidente abrió la puerta del infierno, pues el ojicafé quiso la revancha y siguió el estúpido juego que ocasionó la visita de Jocelyn a urgencias, ya que casualmente el aderezo de esa noche contenía pimienta peruana, especia a la que madre e hijo eran alérgicos; al día siguiente Valentine casi se rompe el cuello porque alguien derramó una sustancia viscosa en las escaleras. Los intentos fallidos de homicidio terminaron después de eso, entonces la guerra verbal empezó, cada uno atacaba el punto débil del otro, aunque claro, el rubio siempre desviaba los ataques de su enemigo. Las indirectas sobre mujeres inalcanzables y depravaciones que debían ser castigadas con la muerte la tenían cansada.

–Cariño –Jace se acomodó en la cama para poder verla mejor–, ¿qué pasa entre Simon y tu hermano? Actúan raro desde hace unos días.

La fémina maldijo para sus adentros, sólo faltaba eso, tener que decir algo no tan cierto para apaciguar al sujeto a su lado.

–No tengo idea –dijo mientras se acurrucaba en el pecho desnudo de su novio, escondiendo la cara–. Se portan como un par de niños pequeños, estoy harta.

–¿Quieres que hable con ellos?

–No. Déjalos morderse como animales, ¿sabes qué me ayudaría en estos momentos?

–No. Dime.

Por toda respuesta la pelirroja frotó su rodilla contra el miembro de Jace, una indirecta muy directa.

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