El primer beso

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A los ojos de Clarissa Morgenstern, su madre, Jocelyn, era una mujer hermosa. Su cabello fuego y sus ojos esmeraldas la hacían parecer una princesa hada; su delgada, pero bien acentuada silueta –con cada curva en su justa medida– atraía los ojos de cualquiera siempre que paseaba por la calle, en una gala o incluso mientras hacia las compras, en todas esas ocasiones alguien perdía su cerebro, y Clary, su hija menor, sentía fascinación por ese extraño magnetismo. Cuando ella no estaba en casa, la pequeña solía colarse a su cuarto para husmear entre sus cosas, a veces jugaba con sus collares y aretes, otras usaba un poco de maquillaje –muy mal aplicado– y se ponía sus vestidos, los cuales eran demasiado grandes para la niña de seis años, pero como todo el mundo juraba que era el vivo retrato de la mayor, se podía vislumbrar así misma siendo adulta, luciendo igual de preciosa que su mamá –aún si su hermano decía que era perfecta así, mientras la ayudaba a poner todo en su lugar y le quitaba la pintura de la cara–.

No obstante, un día notó sus horribles pecas y su espantoso cabello zanahoria, los cuales trató de ocultar exponiéndose al sol, un plan brillante en su opinión, pero éste no dio el resultado deseado, sólo obtuvo unas quemaduras dolorosas, un raspón en la rodilla y amables palabras de Jonathan, quien le juró entonces que un día dejaría de importarle todo eso. No fue así.

Al cumplir quince años su maldición seguía ahí, las manchas en su piel en vez de irse –como le sucedió a su madre– se multiplicaron y su horrible estropajo en la cabeza, lejos de oscurecerse, se rizo tanto que era imposible de tratar. Su cuerpo era plano, literal, no había ningún atisbo de busto o caderas; comparándose con las chicas de su salón, que atraían las miradas de los chicos con sus sugerentes figuras, era una niña. No es que quisiera la atención de un montón de imbéciles retrasados sobre ella, pero sentía curiosidad por saber cómo se sentía besar a alguien o ir a una cita, cosas básicas para su vida adulta y, para ello, al menos uno de esos orangutanes debía notarla un poco. Pero no, todos, desde el más idiota hasta el más inteligente, guapos o feos, babeaban por chicas como Emma Carstairs, Hellen Blackthorn y Seelie Keen, la odiosa pelirroja con quien salía su hermano –¡incluso Jonathan era un tonto sin remedio!–. Le dolía aceptarlo, pero empezaba a creer que nadie la invitaría a salir nunca, no mientras fuera una tabla de planchar; eso aumentaba su ansiedad, pues veía a sus compañeras de clase aprender a coquetear de la forma adecuada mientras ella era ignorada olímpicamente.

Tenía a Simon –su único amigo en Chicago–, un espíritu noble y afín al suyo, amante del arte y sus diferentes expresiones, un bicho raro como ella misma, ya que ninguno encajaba en los estándares de su escuela, pero eso era todo. Su amistad, sólida y firme, los alejaba del cliché de amigos con derechos, por lo mismo, pedirle un beso no se sentía correcto, era impensable. Mirase por donde mirase, estaba perdida.

Un día, después de su clase de pintura, Clary llegó a casa y encontró una sorpresa desagradable.

Como era su costumbre entró y prendió las luces del vestíbulo y la sala antes de ir a la cocina, pero apenas había dejado su portafolio en la pared cuando unos ruidos la alertaron, al levantar la cabeza vio otras dos asomándose por encima de uno de los sillones, la expresión sorprendida de ellos era un fiel reflejo de la suya, sin duda pensaban que tenían el lugar para sí mismos y no esperaban verla ahí. El tiempo de reconocimiento pareció eterno, pero sólo pasaron unos segundos antes de que la ojiverde gritara y su hermano se resbalara del sillón, incorporándose rápidamente para tratar de calmarla –olvidando que estaba semidesnudo– mientras la chica reía tontamente.

–Clary, ¿qué haces aquí? –preguntó muy aturdido Jonathan, cuyo cabello desordenado, así como sus labios hinchados, le hacían lucir tentadoramente irresistible.

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⏰ Última actualización: Dec 10, 2018 ⏰

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