Antes de mi hogar más definitivo en California, yo vivía en un pueblecillo de Texas, más bien alejado del tumulto del modernismo.
Allí, en el medio de la Nada, alejada de todo, pasé tres años de mi vida, desde los cinco años. Uno podía ir al pueblo, pero ni se soñaba con encontrar una sola sala de Cine, una tienda de música, de vídeo, o siquiera una clínica decente y confiable. Así que, lógicamente, la vida de campo y tierra resultó ser un reto.
Mi madre sabía ver el lado positivo en todo, al punto de parecer absurda e ingenua, así que ella encontraba su manera de ver las cosas con otros ojos.
Fue en ése lugar donde encontró su amor por las plantas. En el porche de aquella casa, casa de ladrillos rojos y tonos muy claros, colgaban plantas, había macetas por doquier, cada espacio vacío y provechoso era un objetivo y una misión nueva. Frente a la casa, ya era una historia distinta, Mamá lo llamaba el Oasis. Oasis, pues grandes ramas barnizadas, muros de piedra propiamente barnizados, lirios, rosas, margaritas, girasoles, azucenas, helechos, trinitarias rosas y púrpuras, bella a las once, y todo tipo de plantas, de nombres conocidos o no, adornaban la entrada de nuestro hogar. Julianna se las arregló para embellecer el entorno.
El camino a las escaleras que te llevaban al porche, que estaban del lado derecho y más angosto en vez de enfrente, había sido igualmente cuidado. Lo más destacable sería el gran arco hecho de mangueras negras, que se extendía de un borde del muro que encerraba el camino al otro. Al arco no le podía faltar el toque final, pensaría Mamá, así que se esforzó por extender las trinitarias púrpuras, pequeñas y débiles florecillas con centros blancos, a lo largo del arco. Y sí que lo logró; sabrá Dios cómo, pero lo hizo.
Debido a la altura del lugar, privilegiado y a la vez tortuoso, el clima era favorecedor. Llegaba la brisa discreta como un susurro, y la luz del sol caía tenue sobre el lugar, así permitiendo la comodidad.
Yo no había nacido para balancearme en árboles y robar frutas, pero pronto me acostumbré; no tenía más opción y debía ver el lado bueno, que ahora mismo no recuerdo cuál era.
El vecindario aquél era más pequeño y menos poblado, naturalmente. Había sólo dos negocios, uno era un mercado de comestibles y productos de limpieza y el otro era una floristería de mi madre, que hacía funcionar simultánea a su trabajo de terapista, con empleados responsables que trabajaban gran parte del día. En el vecindario no solían comprar flores, pero viajeros que venían de todo el país o que se dirigían a México, eventualmente se detenían para deleitarse.
Mamá trabajaba como terapista en Dallas. Posteriormente, empezó a viajar a México, comenzando su amor por el coleccionismo allí. Tapetes, vasijas, pinturas: lo que fuese, ella lo traía de vuelta.
Lo que amaba de vivir en Texas era nuestra casa. Mamá intentó, por mi parte sin éxito, llevar aquella ilusión de que nada había cambiado a California. Intentó reflejar nuestro antiguo hogar en la nueva casa. Y, no sé decir qué era, pero algo había cambiado, más allá de la mudanza y la costumbre: hasta ahora no lo sé.
Sin embargo, al menos aquí tuve acceso a la cultura. La primera vez que fui a un cine, fue un cine de California.
Recuerdo bien el ataque de pánico que sufrió mi madre cuando se enteró de que me había escapado para ver Reservoir Dogs. Si bien pareció divertido y emocionante cuando lo hice, ahora sólo me arrepiento, dado que me da la impresión de que fue un factor de ayuda a que su sobreprotección aumentara.
En la cuadra de mi vecindario en California, había cierta vecina, Mary Annie o, como yo siempre la llamé, Tostada —debido a su tez morena y bronceada, que me recordaba a una tostada—, con una vida bastante misteriosa. Tenía dos hijas: Una pequeña y morena como su madre, aunque de carácter muy cortante y antipático, además de irregular y extraño; y la mayor, una niña de sexto grado con un cuerpo muy voluptuoso para su edad, una niña que movía las caderas al andar y recogía el cabello por encima del hombro, acariciándolo. Tostada era amiga de mi madre, y le contaba todos sus secretos.

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Some Velvet Morning
RomanceSome Velvet Morning es la historia de una joven enfermiza y bizarra que empieza a vivir apenas a los quince años. No será su común historia de romance, puesto que ambas personas son bizarras, alienadas y tienen asuntos sin resolver: asuntos sin solu...