Sechs

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   Cuando era niña, yo estaba convencida de que mi mamá no me quería y que tía Zelda era mi verdadera progenitora.

   Tía Zelda me defendía de tormentas y lloviznas. Con y sin escudo: Yo sabía que ella estaba de mi lado. A través de mis momentos más dramáticos y pusilánimes, tía Zelda era mi soporte. Si me caía, era un resorte; para todo estaba lista y dispuesta. Siempre ofreciéndose, siempre tan gentil y honesta y amorosa, yo estaba convencida de que ella era la mejor mujer del mundo; y quién sabe: Tal vez lo era. Las posibilidades existen.

   —El mundo se mueve rápido —le dije una vez a Dave.

   —Demasiado para ti —siempre tenía una respuesta lista: como si él supiera lo que yo iba a decir incluso antes que yo misma.

   Siempre tan ingenioso y sagaz. Sus contestaciones eran siempre fugaces y me dejaban aturdida y confundida. Y yo no era fácilmente distraída, nunca lo fui. Estaba acostumbrada a estar alerta y agudizar los sentidos: como los animales de bosque. 

   Y cualquier joven sabe que uno debe, o debió, o debería haber sido así de atento en los pasillos del colegio. 

   Una semana después de mi sorpresa con Dave —y de no haber visto ni su sombra— las clases tuvieron su comienzo.

   Para mí, era algo relativamente nuevo. Sólo había tenido clases en casa; y meditando sobre mi repentino y gran progreso de salud, Mamá, tía Zelda y yo decidimos que era hora de un colegio. 

   Sin embargo, debido a mi historial y escasa educación, ninguna escuela me aceptaría. Y ninguna otra me aceptó; sobre todo con la historia aquella que me había arruinado una educación estable.

   Alrededor de los once años, en quinto grado, había recibido yo la visita de una compañera que sabía que cada mes me visitaría. Estaba muy emocionada y mi madre me sonreía y se arrodillaba frente a mí y me daba consejos y anécdotas. 

   Pero como todo lo malo, los detalles oscuros se develaban cuando era ya muy tarde. 

   Durante la otra mitad de ése año, no tuve flujo ni aparente menstruación alguna. Pero, como ha pasado desde la primera vez, los síntomas eran agravados: Era cargar una mochila mundial, con mis propios asuntos y basura dentro. Los problemas femeninos, englobados dentro de mis propios problemas. O al revés. 

   No me sentía cómoda en ninguna posición, tenía fatiga intensa, migraña y cefalea, ardientes dolores de espalda: yo sentía que llevaba al mundo encima. 

   Así que eran los síntomas, más no el resfriado. 

   Por ello tuvieron que sacarme del colegio. No me preocupé demasiado: No tenía verdaderos lazos con nadie y la maestra estaba cansada de mi actitud desencantada. 

   Durante seis meses, me había acostumbrado al colegio y a tener a Lola como compañera constante. Con Lola me sentaba en el desayuno, trabajaba en cada actividad e iba y venía del colegio. Sabía que no le molestaba, pues Lola no era la persona más simpática que uno podía conocer. No me malinterpretes: Era gentil y noble; pero no era una persona especial o propiamente sociable. 

   Yo, por otro lado, asqueada de la soledad y el silencio, prefería hablar y expresarme y hacer preguntas y bromear. Lo más extraño es que esta faceta más proactiva de mí sólo salía a flote en medio de las clases. En el comedor no abría la boca y en los pasillos me camuflaba con el entorno. O era ésa mi intención. 

   En un aula conocí a dos chicas: Las iniciales de una son E.S y las de la otra, C.K. E.S es muy amable e infantil; siempre andaba con su positivismo, que a veces era tan contagioso que enferma, con su perspectiva acorde a su edad: siempre con los pies a la tierra, a diferencia de nosotros: Adolescentes que pensábamos que nos comíamos al mundo completo y no queríamos ni dejar migajas para nadie: Aceptarlo es indispensable. E era infecciosamente animosa, pero a veces una gran sonrisa y ojos vivos era lo que uno necesitaba: ése empujón para tomar el primer paso sin tropezar con el a veces peligroso e inevitable p e s i m i s m o. 

Some Velvet MorningDonde viven las historias. Descúbrelo ahora