Sieben

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   Pasábamos mi madre y yo por aquella acera, ella impecable y sin dudar, con su camisa negra ligera y atada sólo alrededor de su cuello, sus pantalones a juego, sin una arruga y cayéndole fluidamente sobre ésos muslos fuertes, y su rostro impasible, decorado por unas enormes gafas de sol con marcos de una especie de animal print. Y yo, yo casi no era capaz de respirar bien.

   —Joyce —mamá se detuvo de golpe y se giró para mirarme a través de los vidrios oscuros. Por poco tropecé con ella—, ¿te importaría controlar aspectos imprescindibles como… la respiración, por ejemplo? No hemos caminado millas y nadie te ha disparado.

   Asentí nerviosamente y seguimos nuestra ruta: También aquella rutina imperdible, que ha perdurado por tanto y tanto, ella al frente, yo detrás, siguiendo a duras penas.

   Usaba unos pantalones caqui de color crema, zapatos que podrían haber sido bien tenis o de enfermera, y una chaqueta marrón de cuero falso con pelusa alrededor de la capucha. La chaqueta solía usarla para esconder lo que venía debajo. Por ejemplo, aquél día usaba una camiseta que anunciaba en Francés: Je suis d’accord, je suis démant; lo cual se traduce: Yo estoy de acuerdo, yo estoy demente. Un poco más que a menudo, compraba cosas al azar en tiendas de segunda mano. No porque no tuviese dinero: Para ésa etapa, no era rica pero no era pobre; creo yo que era la alegría de volver a lo más honesto y básico de todo, donde lo lógico no importaba y se trataba de la diversión.

   Yo hablaba bien, desde entonces, el francés y el alemán. Tía Zelda había pasado dos años en Ámsterdam e intentaba enseñarme holandés, pero nunca tuve interés en el idioma. El francés lo podía hablar con la madre de Lola, que lo hablaba con fluidez. Y el alemán lo hablaba con el hermano mayor de nuestro vecino Frankie, que vivía a la derecha de nuestra casa. El hermano de Frankie era el viejo Joe Sheridan, un hombre en la puerta de los cincuenta obsesionado con la historia nazi. Joe incluso había aprendido a hablar alemán; según decía, para entender los discursos retorcidos de Hitler. La gente chismoseaba a sus espaldas que el hombre era nazi y, aún siendo americano de nacimiento y crianza, odiaba a sus paisanos.

   Yo lo conocí y él era un paseo en el parque. Joe tenía una espesa barba cuyas raíces eran grises, pero terminaban destellando ése rubio oscuro que aún le cubría la cabeza. Era de nariz curva y ojos azules, algo escondidos por arrugas y unas imponentes cejas. Sin embargo, a veces me daba la impresión de que Joe estaba en mejor condición que su hermano; Frankie era delgado y algo encorvado, mientras que Joe era de contextura maciza y fuerte. Aunque tenía los brazos y las piernas relativamente delgados.

   Joe y yo fuimos siempre buenos compañeros: Compartimos charlas en su patio y en el mío, compartimos charlas cuando me encontraba afuera en la mecedora y él compartió sus historias conmigo. Historias muy increíbles y vistosas como para ser ciertas, pero aún así historias. También discutía conmigo su hipótesis de cómo los asesinatos de John F. Kennedy, Janis Joplin y Marilyn Monroe estaban vinculados, si bien quise seguir mi instinto y creer que me estaba tomando el pelo.  

   —Hallo, Joyce, Fräulein, mein Liebling, mein Mädel! Komm hier, bist du nicht scheu –me bienvenía cálidamente a su hogar.

   Al menos algo útil había salido de mi tiempo libre, antaño.

   —Joyce, mon chéri, salut! Ça va?  —me saludaba la mamá de Lola, Adele.

   De Dave, todos asumían que era tonto y sin conocimiento realmente valioso. Lo miraban y era un pensamiento casi instantáneo; casi no necesitaban mirarlo a los ojos. Pero Dave era muy listo. Más que eso, había aprendido desde muy joven a ser independiente e intuitivo. Nadie iba a hacer eso por él. Dave una vez me contó que tenía un C.I de ciento treinta y seis. Sabía hablar latín y griego y era rápido con los números, casi tanto como con las palabras.

Some Velvet MorningDonde viven las historias. Descúbrelo ahora