Capítulo 1- Que el viento golpee tu rostro, ¿realidad?

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 El reloj de la estación marcaba, en grandes letras luminosas, las once menos cuarto de la noche. El tren de aquella hora llegaba retrasado, y las escasas personas que lo esperaban no tenían, precisamente, cara de buen humor. Adele, de quince años, se encontraba sentada en uno de los bancos del andén esperando tranquilamente la llegada de su medio de transporte habitual. Era agosto y el calor en Nueva York era sofocante, por lo que la chica decidió recogerse el cabello en una coleta. En aquel momento se oyó el rumor del tren que irrumpía en la estación, saliendo de un túnel. Todos los que esperaban se acercaron al borde del andén, como si por el hecho de ser los primeros en subir a los vagones fuesen a llegar antes a su casa. Adele se levantó de su asiento y esbozó una pequeña sonrisa al imaginar la escenita que se encontraría en su casa: su padre se cabrearía a su llegada, pues era muy tarde y su hora límite eran las nueve y media. Por su puesto, Adele siempre había odiado la poca libertad que le daba su padre, le sacaba realmente de quicio. Y no es que le gustase verle cabreado, pero a la chica le hacía mucha gracia cuando se ponía a gritar como un energúmeno y se le hinchaba la vena del cuello por el enfado. Eso era un espectáculo digno de ver, sin ninguna duda. 

Aquella noche, cuando la chica llegó a su casa, su padre y su hermano pequeño ya estaban dormidos, por lo que la bronca llegaría a la mañana siguiente. Decidió no darle demasiadas vueltas. Se tomó un yogur para cenar, pues no tenía mucha hambre, y acto seguido se dirigió a su habitación. Jugaría un rato a Guerra de Espadas y luego se iría a dormir. Ya en su cuarto, con el pijama puesto, cogió su equipo de realidad virtual y se lo colocó como siempre lo hacía. Tumbada en la cama, metió el videojuego en su ranura correspondiente y dejó que su mente se sumergiera completamente. Ahí, reanudó su anterior partida.

El paisaje de aquel lugar era hermoso: A lo lejos, nevadas montañas recortaban el horizonte y un frondoso bosque se extendía kilómetros frente a ella. Astrae, el compañero de batallas de Eleda (nombre de Adele dentro del juego) y también fiel amigo dentro del juego, la esperaba como todos los días a esa hora sentado en un banco de madera a las afueras del pueblo.

-¡Eleda!- gritó cuando la vio llegar.

-Ey, Astrae- saludó la chica.

-Como la otra vez, ¿verdad?

-Por supuesto- sonrió, sacando su arma favorita. 

Alzó su enorme espada y chocó contra la de su oponente. El rápido y fuerte movimiento desequilibró unos momentos al chico, y ese tiempo fue suficiente para poder acercarse a él a toda prisa y pegar una patada a su arma. La espada se alejó de él y no pudo hacer nada para evitar que la chica ganase aquel duelo. Astrae jadeaba y ella le tendió una mano; aun así, se levantó con dificultad.

-No sé de dónde sacas tanta fuerza, Eleda.- comentó Astrae cuando ya se había recuperado mínimamente de la pelea.- ¡me has ganado en apenas segundos!

-Llevo jugando a esto desde los doce años, por su puesto que tengo más fuerza que tú- respondió, sonriendo.

-Qué fanfarrona, no te puedes meter con gente de menos experiencia.- dijo Astrae, pegándole un leve puñetazo en el hombro.

-Ya sabes lo que digo: se aprende a base de derrotas.

Astrae se le quedó mirando unos segundos y luego se alejó para recoger su espada. Adele (O Eleda, por su puesto) se hizo amiga de Astrae hacía cosa de un año. Desde entonces les gustaba batirse en duelo de vez en cuando, sobretodo para mejorar la técnica de ambos. Aunque también luchaban juntos en sus misiones, matando dragones, demonios y cualquier criatura considerada peligrosa en el juego, y que te diese puntos de experiencia y dinero. Aunque Astrae no fuese tan buen luchador como su compañera, su inteligencia e imaginación para resolver  los enigmas era desbordante. 

El juego de la muerte (Pausada temporalmente) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora