Hermosos ojos verdes.

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Tomó uno de los tarros de cristal con pintura verde y luego otro con un verde diferente, estaba rodeado de al menos veintitrés envases con pintura de aquel color, pero por más que los miró y los mezcló no logró encontrar aquel tono, el tono único de aquellos ojos que se habían convertido en su obsesión. Miró de nuevo el frasco en su mano y luego se estiró para alcanzar uno en la repisa, los comparó, los analizó por un minuto y cuando llegó a la conclusión de que era la mezcla equivocada los volvió a dejar sobre el piso. Suspiró pesadamente y miró por la ventana, era invierno y la nieve caía lentamente, haciéndolo sentir más energético que en primavera o verano, la nieve y el frio, junto con la luna llena le mantenían despierto en su tarea, la tarea de terminar por fin aquel cuadro que había comenzado años atrás y que no había podido terminar por no haber encontrado el color indicado.

Bostezó un poco y se talló los ojos para finalmente volver a la tarea de encontrar la combinación perfecta que le diera de una vez por todas como resultado aquel verde esmeralda que permanecía en su memoria, tan fresco como la primera y la última vez que los había mirado. Tomó un par de frascos con pintura verde, otro más con algo de blanco y otro con pintura negra, usando el elemento del viento levitó hasta él un frasco vacío desde la repisa que aterrizó sobre sus delgadas y pálidas manos; dentro de él vertió al menos cinco tonos de verde diferente, los cuales tuvo la decencia de apartar del resto y sobre un trozo de papel anotó las cantidades usadas de cada uno, los revolvió lentamente con una espátula metálica y fue agregando una pizca de blanco, una gota a la vez, muy lentamente mientras continuaba revolviendo. El resultado fue positivo, pero había algo que no terminaba de convencerlo, por lo que agregó una pizca de amarillo, y luego otra de un verde opaco, finalmente agregó dos gotas de negro y revolvió lentamente.

Aquel había sido el resultado más satisfactorio hasta el momento, cuatro años de intentos fallidos y todo lo que había obtenido había sido ese resultado que no terminaba de agradarle. Tenía en su repertorio al menos quince cuadros de aquel muchachito de ojos verdes y piel morena que se encontraban incompletos por aquel minúsculo detalle y es que Draco podía crear cualquier color al parecer, cualquier color menos el que deseaba y comenzaba a ser frustrante. Pasaba noches enteras en busca de aquel tono, manchándose el rostro y las manos sin cuidado, ansioso por terminar aquellas obras que aquel desconocido había inspirado, sin resultado aparente.

Miró el tarro una vez más, pensando en que era lo que le faltaba, se negaba a creer que fuese imposible imitar aquel precioso color, se negaba a rendirse y dejar aquellos cuadros incompletos. Suspiró, tal vez debía ir a dormir y relajarse, al día siguiente tenía lecciones avanzadas por atender y a Severus no iba a hacerle nada de gracia si volvía a quedarse dormido a mitad de la lección. Con un movimiento de muñeca el elemento del viento acomodó sobre las repisas todos los tarros con pintura y él mismo tomó el último resultado, dejándolo sobre su escritorio, junto a su cuaderno de bocetos el cual estaba abierto en una página en blanco. Colocó la hoja con sus anotaciones sobre la libreta y miró el color creado una vez más.

Cerró los ojos y suspiró de manera anhelante, había pasado ya muchísimo tiempo desde aquel encuentro con el encantador heredero del sol y no había olvidado ni un solo detalle de su rostro. Podía dibujarlo con los ojos cerrados si se lo proponía, su nariz un poco ancha, sus enormes y brillantes ojos verdes, su rostro cuadrado, sus labios carnosos, sus alborotados cabellos azabache, su sonrisa resplandeciente, su piel morena que brillaba con el contacto del sol, como si fueran uno solo y hasta la cicatriz en su frente, aquella con la peculiar forma de un rayo. Estaba seguro que, de ser músico también sería capaz de reproducir el sonido de su risa, pero como no era un maestro en aquel arte, se conformaba con poder retratarlo.

Entonces una idea vino a su cabeza, rebuscó entre sus pinturas hasta que encontró un tono bronce que añadió con cuidado, cuando éste se mezcló en el resto de la pintura y el tono verde esmeralda relució ante sus ojos no pudo evitar reír de felicidad, tapándose la boca de inmediato, por miedo a ser silenciado y reprimido, pues aquellas no eran horas para que un joven príncipe estuviera despierto y carcajeándose. De debajo de su cama sacó uno de los retratos que había hecho de aquel chico y lo miró, estaba casi terminado, pero sus ojos sin color estaban incompletos y rápidamente se puso manos a la obra. Haciendo el menor ruido posible se hizo de sus pinceles, espátulas y pinturas, montó el óleo de tamaño mediano sobre su caballete y comenzó a pintar.

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