Narcosis

46 3 1
                                    

Es un cobertizo. No sabes cómo lo sabes, pero lo es. Puedes oír el murmullo del viento correteando entre las ramas de los abetos, puedes sentir el frío, la luna de plata reflejándose en la punta de las agujas, aunque no la ves. Está fuera, pero está. Y no hay nada más que el silbido del viento y el murmullo en tus oídos, como un zumbido, como si un insecto se hubiese perdido en tu cráneo y no pudiera encontrar el exterior. Sabes que se debe a que estás a oscuras, sabes que por eso tu capacidad de audición ha aumentado; suele pasarte.

La oscuridad da miedo, pero más temor te provoca lo que hay en el exterior, lo que hay entre los árboles, lo que se arrastra entre los troncos y repta por encima de las raíces. Te rastrea. Te quedas en mitad del cobertizo, aunque deseas tener la seguridad del rincón, de una pared a la que aferrarte. Una cobertura, una manta, una chaqueta con la que cubrirte la cara. No tienes nada y no te mueves para que no pueda oírte, para que no pueda percibir el insecto que juega dentro de tu cabeza.

Pronto el insecto deja de importar, porque el zumbido queda eclipsado por el redoble de tus latidos. Tus pulsaciones se aceleran y rebotan no solo en tu tráquea, sino también en tu cabeza. Sabes que eso se acerca, lo presientes. La bilis te sube por el esófago, por la garganta. Arde. Te tiemblan las manos, lo averiguas porque no puedes moverlas con libertad para limpiarte el sudor helado que baja por tu frente. Cada segundo cambiando tu posición es un segundo de angustia, un segundo provocando más ruido del que te gustaría, porque lo va a traer hasta ti.

Eres débil. Lo sabes, lo sientes. No tienes una forma de defenderte, ni una sola vía de escape, ni una manera de correr más. No hay lugar adónde ir. Más allá solo hay árboles oscuros con agujas puntiagudas, raíces preparadas para atrapar tus tobillos y aquello que te espera para devorarte.

No hay nada fuera ni nada dentro, el cobertizo está vacío. Hueco, como tu cuerpo. No sientes tu calor, ni tu sangre, ni tu corazón más allá de ese repiqueteo que te atraviesa los huesos, la única parte de tu ser que sientes como tuya, la que augura tu destino. Tu calavera.

Tu cadáver. Casi puedes sentirte en mil pedazos, cuando el rojo te cubra y resbale por toda tu piel y entonces sientas que estaba caliente, que tenía vida. Pero ya no la tendrá. Las cuencas de tus ojos se quedarán vacías y cuando aquello ya se haya dado buena cuenta de tu sangre y de tus vísceras podrá verse a través de ellas ese blanco sucio, que es lo único que va a seguir perteneciéndote hasta el fin en este mundo.

Ya lo oyes. Araña la puerta, de forma inconstante y lenta, agónica. Agónica para ti. Sigues inmóvil. Te atreves, poco a poco, a recoger tus piernas contra tu pecho. Las abrazas. Tus pies dan golpecitos en el suelo. No lo haces a propósito, estás temblando tanto que das pequeños botes. Haces crujir la madera desgastada con tus espasmos. Los arañamientos aumentan su insistencia. Deseas que no sea tan inteligente como para empujar la puerta, es eso lo que está demostrando. Sin embargo, sabes que puede hacer mucho más, sabes que solo está jugando contigo, con el repiqueteo en tu esternón.

Silencio. Para ti no ha existido nunca algo peor que el silencio que ahora acontece, donde no existe viento ni exterior siquiera, donde hasta tus palpitaciones parecen haberse atenuado y solo tus traviesas piernas siguen haciendo resonar la madera.

Se ha marchado. No, no se ha marchado. Sigue jugando. Te cubres la cara con las manos. ¿Dónde está? Fuera, buscando una entrada. O dentro.

Ya está dentro. Vuelves a saberlo sin saber cómo. Sientes su presencia, su sed. Su hambre. Ojalá pudieras saber dónde está aquella cosa para arrastrarte al lado contrario, para arrinconarte bien lejos, pero está en todas partes a la vez. Unos quejidos errantes, unos gruñidos volátiles que susurran en su ilusoria lengua que van a hacer trizas tu piel.

Tu garganta está atascada, es el único motivo por el que no gritas hasta desgarrarte las cuerdas vocales. Esconderse ya no tiene ningún sentido y, sin embargo, no puedes desplazarte a otro lugar: tus piernas no responden a tus órdenes. Tus manos temblorosas consiguen anclarse a los listones del suelo. Palpas el polvo, la mugre, incluso algo cosquillea en la yema de tus dedos, pero no haces nada al respecto.

Los arañazos vuelven a oírse, rasgando el mismo suelo al que te aferras, clavándose en las paredes hasta que se acercan a ti. Y entonces sientes que la temperatura disminuye a tu alrededor, que su aliento con olor a sangre y podredumbre es inesperadamente gélido. Un frío abrumador que congela tu rostro en una mueca de terror, mientras las garras y dientes se aproximan a ti, mientras solo oyendo su respiración predices sus formas retorcidas, su forma de mirarte y su forma de acabar contigo.

Un crujido, un chirrido, unos pasos en el exterior. Ni siquiera tiemblas cuando aquello te coge por el cuello, te aprieta la garganta con sus puntiagudas extremidades; de nuevo, no consigues reaccionar.

La luz incide de repente, te ciega y te obliga a cerrar los ojos con fuerza. Las garras se desasen de tu cuello y unos pasos frenéticos lo hacen alejar. Cuando consigues acostumbrarte un poco a la luz, eres capaz de entreabrir los ojos y distinguir la puerta del cobertizo abierta. No consigues ver el exterior porque el haz de luz incide con demasiada fuerza.

Sin embargo, consigues discernir la silueta que se para unos instantes junto al resquicio y finalmente camina hasta ti. Una silueta humana.

La silueta, a la que no consigues verle el rostro al trasluz, chasquea la lengua y te hace levantar, asiéndote de un brazo. No te resistes aunque buscas con la mirada entre la oscuridad del cobertizo el ser. No lo encuentras, se ha escondido. Otra vez.

La silueta te lleva hasta un rincón y te hace sentarte. Lo haces sin rechistar, tomando asiento en un colchón bien mullido. No recuerdas que el colchón estuviera en el cobertizo, quizás no lo viste al entrar.

—¿Qué hacías en el suelo? — pregunta la silueta. No respondes—. Vamos, es la hora de la medicación.

La persona sin rostro te tiende un vaso con agua y un par de pastillas. De nuevo, sin oponer resistencia, obedeces.

La silueta te deja allí y se marcha tal como vino, cerrando la puerta. Ya no te preocupa. Mientras se alejaba, la luz que incidía por la puerta acabó de iluminar el cobertizo. Ves la camilla donde te sientas, ves tu ropa (una bata azul), ves cada rincón e incluso puedes ver por debajo de la puerta la sombra de la persona alejarse.

Pero hay algo que no ves. No lo ves.

Otra vez. De nuevo, en una ilusión, en unas luces que cubren las sombras por el tiempo que pueden. De nuevo, han venido a alejarte, a meterte en un sueño y que olvides. De nuevo, han venido a ocultarte la realidad. Pero las luces son sueños que no duran mucho aunque ellos quieran. Pronto volverá la oscuridad, volverás a ver la realidad tal como es y, sin poderse esconder entre las luces, lo volverás a encontrar.



Historia ganadora del primer puesto, escrita por AnaMariaGLeon para la categoría "Monstruos".

Antología: volumen I -Halloween Latino-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora