Despierto y soy consciente de dos cosas: el penetrante dolor en mi pierna izquierda y un fuerte aroma que no reconozco. Intento incorporarme. Estar viva debería bastarme para soportarlo todo y sin embargo, este extraño despertar ha enviado un certero golpe a mis entrañas que me mantiene paralizada. Sola y lastimada en un lugar desconocido, me imagino lo peor, aunque trato de convencerme de que lo peor ya ha ocurrido.
Al igual que el dolor el recuerdo me atraviesa como un dardo caliente: el peñasco, las sogas, el brillo metálico del anclaje al ceder, mis dedos, en un último esfuerzo, aferrándose a las filosas rocas, y el tiempo, tornándose infinito ese segundo en el que el aire mismo me cortó y desgarró matándome incluso antes de que el suelo rocoso lo hiciera. ¿En dónde estoy? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Me estarán buscando?
—No te muevas tanto, te harás daño.
Debería buscar la voz pero mi mente se pierde en otras cosas: lo rústico de la mampostería, los rostros que la humedad ha cincelado en las vigas del techo, y la chimenea, reluciente y cálida, que crea sombras tan largas que atraviesan las paredes. Cerca del fuego descansa un caldero ennegrecido y justo al lado una mujer lo remueve con tal paciencia que por un momento creo que se trata de una sombra más.
—No tienes nada roto —dice la mujer sin detenerse ni mirarme—, me encargué de revisarte y tratarte.
La mujer extrae la cuchara, la acerca a su nariz y, sin degustar, asiente. Quiero hacer lo mismo, todavía me acosa ese aroma a...
—Artemisa —susurro. Mi madre solía tenerla en su jardín.
—Sólo es caldo de verduras, tienes que comer.
—¿Cómo me encontró? ¿En dónde estoy?
—Trata de relajarte un poco, el corte y el esguince en tu pierna son de cuidado. Atendamos eso primero. Estás segura aquí.
—Muchas gracias —balbuceo. Sería natural desconfiar, sin embargo, lo cierto es que podría estar a los pies del peñasco muriéndome de frío y de dolor.
—Hasta que mejores un poco podré ir por ayuda. Primero, el dolor. Noto que no he conseguido aliviarlo del todo.
—Soy Diana —me presento con brusquedad cuando veo que la mujer comienza a moverse de un lado a otro.
La mujer detiene sus andanzas, y con algunas hierbas en las manos se voltea hacia mí y responde:
—Sally.
Después de revisarme las heridas, Sally me da algo para conciliar el sueño. No hay nada mejor que el descanso dice mientras apura el tazón contra mis labios. El sabor amargo se asienta en mi estómago y a los pocos segundos me relajo tanto que mis preocupaciones desaparecen; mi ubicación, mis heridas, mi seguridad... No debo estar en peligro, me convenzo mientras el sueño va ganando terreno dentro de mi cabeza. No parecen pensamientos, ni ideas, es como una estática que se prolonga, bulliciosa al inicio, para luego callar convertida en oscuridad.
Me quedo dormida.
Al despertar el dolor se ha reducido. Reúno fuerzas para sentarme y desperezarme la tensión del cuerpo. Dentro se respira un húmedo aroma a hierba, a mañana. La luz del día no dibuja la cabaña más acogedora a mis ojos, todo lo contrario. Me da la impresión de que sus paredes están por devorarme.
—No sé qué le pasa a los cerdos —dice Sally al entrar. Hasta entonces no he notado su ausencia—. ¿Los escuchaste anoche? Al inicio no eran tantos pero fue como si, perdidos, llegaran a mi puerta uno por uno, y cuando menos supe ya tenía toda una porqueriza.
—Dormí muy bien, no escuché nada —respondo, y al verla distraída aprovecho para hacerle un par de preguntas—: ¿Entonces vive sola? ¿Qué tan profundo en el bosque es esto? ¿No hay forma de comunicarse desde aquí? No quiero causarle más molestias. Además, seguro me están buscando.
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Antología: volumen I -Halloween Latino-
AcakBienvenidos al primer volumen de nuestras antologías.