1. Todo tiene un motivo.

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Me desperté por la madrugada, exactamente a las 4:00 am. Mi casa, como de costumbre, es silenciosa, lo único que puedo escuchar es el monótono sonido de las gotas de agua que escapan por el oxidado grifo y golpean la lámina del lavabo. Mis pensamientos se escuchan tan fuertes que prefiero dejar de pensar, pero cuando lo hago, ese horrible pitido invade mis oídos. Es insoportable. A muchos les molesta los vecinos escandalosos, sin embargo, yo comienzo a rogar por vecinos así, todos son demasiado callados.
Levanto la parte superior del cuerpo con pesadez, inmediatamente, una brisa helada recorre mi espalda. Vuelvo a acostarme con la intención de dormir, pero entonces miro el reloj de la pared frente a mi... ya es hora de ir al trabajo. Echo las sábanas a un lado, ignorando el hecho de que el frío me entumece los huesos, y me levantó de la cama. El suelo quema las yemas de mis pies a cada paso que doy, pero no hay tiempo de pensar en eso. Me vestí de la misma manera que lo llevo haciendo desde hace cinco años: pantalones de vestir, una camisa lisa bien fajada; corbata que combine con todo el conjunto negro; zapatos bien boleados —los boleo por las noches para tenerlos listos antes de salir—; y un sombrero de copa baja, no muy importante ya que me lo retiran al entrar a los laboratorios.
Salí de mi casa, caminé por toda la calle Ferrieti y doble por la intersección con Whisterel, allí había una solitaria parada de autobuses. Para mi sorpresa, una anciana también esperaba el autobús a esa horas, nunca la había visto antes. Me senté alejado de ella, lo que menos quería era entablar una conversación, vaya que las ancianas tiene fama de no callarse la boca cuando empiezan a hablar, como si realmente creyeran que nos interesa las historias que cuentan de sus tiempos mozos.
La anciana me estaba mirando fijamente, la vi de reojo. No quería voltear porque sabía que enseguida comenzaría a platicar conmigo.
—¿Que es lo qué hace un muchacho a estas horas esperando el autobús? —preguntó la anciana con esa gangosa y desgastada voz que las caracteriza.
Torcí los ojos. Ahora no podía ignorarla.
—Voy a trabajar —aclare—. ¿Qué es lo que hace usted, abuela? No la había visto nunca antes.
La anciana saboreó sus labios y se quedó callada (mejor para mí). Después de unos minutos, su mirada volvió a mi.
—Es vergonzoso —explicó—, pero en realidad voy con los invasores de memoria.
—¿Invasores de memoria? —al parecer así es como nos llaman.
Asintió con la cabeza.
—Si, en los laboratorios de Tempus-Green.

En eso, el autobús hizo su parada. Ambos subimos al autobús. Un hombre le cedió su lugar a la anciana, y yo tuve que ir parado hasta que en la calle Ferruchi, alguien bajo, dejando un lugar desocupado el cual tomé.
El recorrido se hizo largo. Después de tantos años trabajando en el mismo laboratorio, ya sabía el tiempo que tardaba en llegar: 40 minutos. Tenía la fortuna que a esas horas, pasaban los camiones más limpios y cómodos, con asientos acojinados, vidrios limpios; e incluso la pantalla que va indicando las calles por las que estamos pasando, era perfectamente funcional.
Sin duda, después de la guerra, el país perdió muchas cosas, muchos avances tecnológicos. Aunque el científico White ayudó al país a levantarse con sus invenciones, no se siente como si estuviéramos en el año 2070, es decir, para las personas del 2000, en estas fechas debería haber vehículos voladores, robots con inteligencia artificial, entre otras cosas que prometían sus películas. ¿Qué más podía esperar? Cuando nací, apenas estaban recuperándose de las pérdidas que había dejado la guerra. Pero, por lo menos, no acabamos como otros países que prácticamente regresaron a la época medieval, sin electricidad, gasolina, vehículos; como es el caso de Argentina, Perú, Japón y México. Otros países, simplemente, desaparecieron del mapa, como Venezuela, España, todo el continente Australiano y Estados Unidos, después de la bomba plasmica inventada por el científico White durante la guerra. Todo esto me deja pensando que la mayoría de las cosas que ese científico nos dejo, fueron armas. Supongo que debo agradecer por lo que tenemos, y dejar de quejarme porque a algunos autobuses no les funciona bien la pantalla de paradas.
Cuando entramos a la calle White —calle nombrada así en honor al científico White y, convenientemente, la misma calle donde se encuentran los laboratorios de Tempus-Green—, fui preparando el botón de parada. El autobús se detuvo frente a los grandes portones de acero inoxidable que protegían los laboratorios en los tiempos de guerra. La anciana bajó, después yo fui detrás de ella.
Me vio bajar y rio ásperamente, seguido de eso, tosió roncamente.
—Vaya, vaya, muchacho.
Me adelanté a ella, sin voltearla a ver.
—Soy un «invasor de memoria», como los llaman ustedes —dije, manteniendo mi mirada al frente—. Puede seguirme
Ella no dijo nada.
Ambos caminamos a la entrada. Pase mi identificación por el escáner, y las puertas se abrieron con un sonido chirriante y, a su vez, monumental, era como si se abrieran las puertas de un gran castillo.
Al momento que las puertas se terminaron de abrir, una gigantesca plaza es lo primero que nos recibe, con diferentes puertas que te llevan a distintos laboratorios, cada uno con su propia función, y, en medio de la plaza, hay una estatua cromada en oro del científico Albert White, con una leyenda que dice:
«Albert White.
1997-2068.
Por salvar a Rusia con sus conocimientos.
Fundador de Tempus-Green y héroe de guerra.»
Mientras esperaba a que la anciana terminara de contemplar la estatua, Denise Karamel, mi asistente y aprendiz; es la segunda en recibirme, pero claro, con una sonrisa de oreja a oreja. Ella es tan linda y dulce que, a pesar de ser muy torpe, nunca la he regañado, mucho menos despedido, sin importar cuantas veces derrame el café.
Denise me saludo con una inclinación de cabeza, pues sus manos las estaba usando para sostener el café, si, usaba sus dos manos ya que es la única manera de que no se le resbale.
Tome el café de sus manos.
—Bien hecho.
Ella sonrió al mismo tiempo que levantó los hombros.
—Un elogió del profesor. Que suerte tengo.
Le guiñe el ojo, a lo que ella respondió moviendo las caderas y abrazando su tabla de apuntes mientras me mira con unos ojos coquetos, como si fuera una película romántica. Después de eso, ambos nos echamos a reír. Eso que acabábamos de hacer no era más que un pequeño juego que tenemos entre ella y yo.
La anciana interrumpe con un breve tosido.
—¿Va a llevarme o también se besarán?
—¡Discúlpeme, señora! No la vi... —dice Denise, encogida de hombros. Es imposible que oculte su vergüenza, su rostro está más rojo que un (aquí viene) tomate (la comparación más usada desde los últimos 200 años).
—En seguida la llevaremos —respondí—, señora...
—Rukha, Misis Rukha.
—Muy bien, Señora Misis Rukha. Acompáñenos.
Denise toma por el brazo a la anciana para ayudarla a andar.

Memorias mecánicas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora