IV
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I. Y Adimanto, interrumpiendo, dijo: -¿Y qué dirías en tu defensa, Sócrates, si alguien te objetara que no haces nada felices a esos hombres, y ello ciertamente por su culpa, pues, siendo la ciudad verdaderamente suya, no gozan bien alguno de ella, como otros
que adquieren campos y se construyen casas bellas y espaciosas y se hacen con el ajuar acomodado a tales casas y ofrecen a los dioses sacrificios por su propia cuenta, albergan a los forasteros y además, como tú decías, granjean oro y plata y todo aquello que deben tener los que han de ser felices? Estos, en cambio -agregaría el objetante-, parece que están en la ciudad ni más ni menos que como auxiliares a sueldo, sin hacer otra cosa que guardarla.
-Sí -dije yo-, y esto sólo por el sustento, sin percibir sobre él salario alguno como los demás
, de modo que,
aunque quieran salir privadamente fuera de la ciudad, no les sea posible, ni tampoco pagar cortesanas ni gastar en ninguna otra cosa de aquellas en que gastan los que son tenidos por dichosos. Estos y otros muchos particulares has dejado fuera de tu acusación.
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-Pues bien -contestó-, dalos también por incluidos en ella.
-¿Y dices que cómo habríamos de hacer nuestra defensa?
-Sí.
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-Pues siguiendo el camino emprendido -repliqué yo-, encontra-ríamos, creo, lo que habría que decir. Y diremos que no sería extraño que también éstos, aun de ese modo, fueran felicísimos
; pero que, como quiera que sea, nosotros no establecemos la ciudad mirando a que una clase de gente sea especialmente feliz, sino para que lo sea en el mayor grado posible la ciudad toda
; porque pensábamos
que en una ciudad tal encontraríamos más que en otra alguna la justicia, así como la injusticia en aquella en que se vive peor, y que, al reconocer esto, podríamos resolver sobre lo que hace tiempo venimos investigando. Ahora, pues, formamos la ciudad feliz, en nuestra opinión, no ya estableciendo diferencias y otorgando la dicha en ella sólo a unos cuantos, sino dándola a la ciudad entera; y luego examinaremos la contraria a ésta
.
Lo dicho es, pues, como si, al pintar nosotros una estatua, se acercase alguien a censurarla diciendo que no aplicábamos los más bellos tintes a lo más hermoso de la figura, porque, en efecto, los ojos, que es lo más hermoso, no habían quedado teñidos de púrpura, sino de negro; razonable parecería nuestra réplica al decirle: «No pienses, varón singular, que hemos de pintar los ojos tan hermosamente que no parezcan ojos, ni tampoco las otras partes del cuerpo; fíjate sólo en si, dando a cada parte lo que le es propio, hacemos hermoso el conjunto
. Y así, no me obligues a poner en los guardianes tal felicidad que haga de ellos cualquier cosa antes que guardianes. Sabemos, en efecto, el modo de vestir hasta a los labriegos con mantos de púrpura, ceñirlos de oro y encargarles que no labren la tierra como no sea por placer; y el de tender a los alfareros en fila
a que, dando de lado al torno, beban y se banqueteen junto al fuego para hacer cerámica sólo cuando les venga en gana; y el de hacer felices igualmente a todos los demás de la ciudad para que toda ella resulte feliz. Pero no nos requieras a hacer nada de ello; porque, si te hiciéramos caso, ni el labriego sería labriego ni el alfarero alfarero ni aparecería nadie en conformidad con ninguno de aquellos tipos de hombres que componen la ciudad. Y aun de los otros habría menos