1. El inicio

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La mañana ya se encontraba avanzada cuando Paco abrió los ojos, se desperezó dando un largo y ruidoso bostezo y se dispuso a levantarse.

Con una mano corrió los cartones que lo rodeaban, y que le servían de refugio durante la noche, mientras que con la otra se atusaba la hirsuta barba.

«Ya está bastante larga», pensó, «debe ser que ya es tiempo de bañarme»

Con ese pensamiento, se fue tras el contenedor del callejón que era su hogar, y allí, contra la pared, desagotó la vejiga.

Luego juntó los cartones y la cobija de su morada, los acomodó en el destartalado carrito de supermercado y se dispuso a abandonar el callejón hacia la transitada calle San Martín, empujando pesadamente el armatoste donde llevaba todos sus bártulos.

Caminó varias calles renegando cada vez que trataba de subir o bajar de la vereda, utilizando las rampas de las esquinas que eran demasiado angostas para las ruedas del carrito. Finalmente llegó al callejón que buscaba: el que estaba tras el estacionamiento del hipermercado Sol.

Su plan era el mismo que el de todos los días: asaltar los contenedores de basura del gran centro comercial, donde todas las noches las casas de comida rápida arrojaban las sobras que la gente abandonaba en las mesas del patio gastronómico. Especialmente los menús infantiles, solían hallarse intactos.

Luego, como hacía puntualmente una vez al mes, se iría para el refugio. Allí, unos voluntarios le ayudarían a bañarse, le cortarían el pelo y la barba y le darían una muda de ropa limpia. Todo aquello era muy agradable, aunque no tanto como para hacerlo más de una vez al mes, mucho menos, todos los días.

Teniendo el resto de la jornada resuelta, se adentró en el callejón en busca de su desayuno-almuerzo, cuando vio que Juan, otro vagabundo de la zona, ingresaba desde el otro extremo. Apuró el paso ante la posibilidad de quedarse sin nada. Llegaron a la par al negro contenedor rectangular que ambos sabían que tenía la comida en mejor estado, y entre los dos levantaron la pesada tapa metálica y la dejaron apoyada contra la pared, quedando el contenido a cielo abierto.

Allí estaba, encima de las bolsas negras repletas de basura, el tesoro más delicioso que habían olido desde la mañana anterior —cuando habían comido su última comida—: cuatro hamburguesas perfectas con sus respectivas papas fritas. Tomaron dos cada uno y enseguida se sentaron en el suelo a ingerir con desesperación el grasoso alimento; con el hambre que tenían, solo pensaban en que aquella ración les permitiría otro día más de vida.

Terminada la tarea de tragar la que probablemente sería su única comida en toda la jornada, sin dirigirse la palabra y mirándose con desconfianza —pues en la calle eran competidores más que amigos—, se levantaron y tomaron sus respectivos carros, dispuestos a irse cada uno por donde había venido.

Paco ya estaba en retirada, cuando Juan emitió un sonido ahogado. Su curiosidad pudo más y se volvió para ver qué le pasaba a su contrincante. Lo vio de rodillas luchando por respirar; con las manos tomándose el cuello y los ojos desorbitados.

Su rostro empezó a ponerse morado y por más que intentaba, no lograba que el aire ingresara a sus pulmones. El sonido que producía era espantoso y Paco no sabía qué hacer. Tras largos segundos de duda, se acercó a Juan con nerviosa impotencia y al ver que éste repentinamente dejó de luchar y cayó dando un golpe con toda la cara en el suelo y quedó totalmente inmóvil, entró en pánico. Era mejor que se marchara de allí, no fuera que lo culparan de matar al otro vago.

Dio media vuelta y no alcanzó a dar dos pasos, cuando sintió que su garganta comenzaba a cerrarse. En instantes cayó de rodillas y pensó en que había tragado muy rápido —sin disfrutar como era debido— la que sería su última comida; pensó en eso y en el baño que no podría darse. En ese momento lo supo: ya estaba muerto.

***

Pablo Villa, empleado de mantenimiento, estaba terminando su jornada. Eran las dos menos diez de la madrugada y ya solo faltaban diez minutos para irse a casa. Tras un día de mucho calor, estaba agotado. Sacaría las bolsas de basura al callejón y podría volver a su departamento, sacarse el uniforme roñoso y descansar. Realmente odiaba su trabajo y pensaba que la mejor parte era la hora de salida.

Cuando el hermano de su novia Jazmín le ofreció un empleo en el Hipermercado pensó que sería el primer peldaño de una carrera ascendente dentro del Centro Comercial más grande de la ciudad. Iba a empezar de abajo, en el servicio de limpieza, pero en poco tiempo —el suficiente para disimular el acomodo—, su futuro cuñado lo haría supervisor. Tiempo después debido a sus sobrados méritos, llegaría a Encargado de Mantenimiento.

De ahí en más pensaba seguir por su cuenta. Como pasaría de tener un currículum con ninguna experiencia a uno que diría que había sido encargado en la gran superficie comercial, responsable de numeroso personal a su cargo y, por supuesto, con una extraordinaria carta de recomendación, no tendría problema de conseguir el trabajo que quisiera.

Con lo que Pablo no contaba era que a su novia no le agradaría la idea de tener un novio trabajando en la limpieza del concurrido Centro Comercial, donde todas sus amigas solían pasear y hacer sus compras. Así fue que apenas dos meses después de empezar a trabajar, Jazmín lo mandó a volar y Pablo se consoló con que al menos aún conservaba el empleo que le aseguraría su futuro.

Sin embargo el tiempo pasó y su ex futuro cuñado no le dio el ascenso esperado. Y cuando quiso hablar con él, éste no lo recibió. Tras varios infructuosos intentos de contactarlo, Pablo comprendió que sus planes ya no serían factibles y en un momento hasta llegó a pensar que su cuñado le había dado el empleo para alejarlo de Jazmín.

Todo eso ya no importaba. El trabajo era de lo peor, pero le daba lo suficiente para comer todos los días y pagar el alquiler del minúsculo departamento donde vivía. Así que resignado, cargando la pesada bolsa con los desperdicios de los baños, se encaminó hacia la puerta de atrás para poder dar por finalizada su jornada laboral.

Apoyó la bolsa en el piso y, con el brazo, se despejó el cabello de la frente sudada. Empujó hacia abajo con ambas manos el cierre de la pesada puerta de doble hoja, la que —como la normativa de seguridad exigía— abría hacia afuera, y enfrentó el oscuro callejón que daba al estacionamiento.

Parado en el umbral observó el cielo estrellado e inspiró profundamente tratando de captar el aire nocturno que finalmente empezaba a refrescar. Pero lo que percibió fue un olor realmente nauseabundo. En la penumbra distinguió la tapa de uno de los contenedores abierta.

«Malditos vagabundos», pensó.

Levantó la bolsa y salió al callejón, cuando algo lo hizo tropezar. En un abrir y cerrar de ojos se encontró acostado sobre un cadáver. Su rostro quedó enterrado en la mugrienta cabellera del linyera muerto. El olor era insoportable; inspiró violentamente por la boca, lo que hizo que un mechón de pelos se le metieran hasta la garganta, percibiendo su asqueroso sabor. Se los sacó desesperadamente y conteniendo una arcada, se incorporó de inmediato, pudiendo ver a escasos metros, otro cuerpo. Ambos estaban boca abajo.

Retrocedió completamente asqueado, dio media vuelta y vomitó la cena que aún estaba en su estómago. Se limpió la boca con la manga y salió corriendo a buscar al supervisor.

Cacería de brujas   (Incompleta y abandonada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora